24º domingo del Tiempo ordinario – C. Evangelio
Comentario a Lucas 15,1-32
Todas las acciones y palabras de Jesús ponen al descubierto la misericordia de Dios con los hombres. Sin embargo, «el evangelista que trata con detalle estos temas en las enseñanzas de Cristo es San Lucas, cuyo evangelio ha merecido ser llamado “el evangelio de la misericordia”» (Juan Pablo II, Dives in misericordia, n. 3). En este capítulo Lucas recoge tres parábolas en las que, de modo gráfico, Jesús describe la infinita y paternal misericordia de Dios, su desvelo por cada uno de los hombres y su alegría por la conversión del pecador. La meditación de estas enseñanzas del Señor es una fuente de confianza para nosotros: «¡Qué alegría más dulce de pensar que Dios es justo, es decir, que tiene en cuenta nuestras debilidades, que conoce perfectamente la fragilidad de nuestra naturaleza! ¿De qué, pues, tendría yo miedo? ¡Ah! El Dios infinitamente justo que se dignó perdonar con tanta bondad todos los pecados del hijo pródigo, ¿no se mostrará también justo para conmigo que estoy siempre a su lado?» (Sta. Teresa de Lisieux, Manuscritos autobiográficos 8).
La acusación de fariseos y escribas sirve a Jesús para ilustrar la preocupación de Dios por salvar a cada uno de los hombres (vv. 1-10). Obviamente, el culmen de toda esa actividad divina es la Encarnación de Jesucristo. Por eso, la tradición cristiana, fundada también en otros pasajes evangélicos (cfr Jn 10,11), ve este Buen Pastor en Cristo: «Puso la oveja sobre sus hombros, porque, al asumir la naturaleza humana, Él mismo cargó con nuestros pecados» (S. Gregorio Magno, Homiliae in Evangelia 2,14,3).
El inicio del pasaje (vv. 1-2) nos presenta la ocasión de estas parábolas: Jesús es acusado de recibir a los pecadores y comer con ellos, la misma acusación que después le hace el hijo mayor al padre de la parábola: recibir al hijo que ha cometido todos los pecados posibles y celebrar un banquete por su vuelta. La parábola es una explicación de la conducta de Jesús, y nos enseña además que, frente a Él, quien le juzga acaba por ser juzgado en aquello mismo que juzga.
Las parábolas de la oveja y la dracma perdidas (vv. 3-10) tienen una estructura semejante: la narración de la parábola continúa con una frase de los protagonistas (vv. 6.9), en la que expresan su alegría por haber encontrado lo perdido, y concluye con una frase de Jesús en la que declara que esa misma alegría se da en el cielo cuando se convierte un pecador (vv. 7.10). De esa manera el oyente entiende que las acciones del pastor y la mujer representan las acciones de Dios con los hombres. Dios no se queda cruzado de brazos ante nuestra debilidad: sale en busca de lo perdido (v. 4), y con un celo cuidadoso hace todo lo necesario para encontrarlo (v. 8). Pero, sobre todo, se alegra; lo mismo que cuando nosotros le buscamos a Él: «Mas esta fuerza tiene el amor, si es perfecto, que olvidamos nuestro contento por contentar a quien amamos. Y verdaderamente es así que, aunque sean grandísimos trabajos, entendiendo contentamos a Dios, se nos hacen dulces» (Sta. Teresa de Jesús, Fundaciones 5,7).
En los vv. 11-32 estamos ante una de las parábolas más bellas de Jesús. La grandeza del corazón de Dios, su misericordia infinita, descrita en las parábolas anteriores, se completa ahora con unos rasgos vivísimos de las acciones del Padre (vv. 20-24; 31-32). En la parábola tiene enorme relieve el hecho mismo de la conversión: «El proceso de la conversión y de la penitencia fue descrito maravillosamente por Jesús en la parábola llamada “del hijo pródigo”, cuyo centro es “el Padre misericordioso” (Lc 15,11-24): la fascinación de una libertad ilusoria, el abandono de la casa paterna; la miseria extrema en la que el hijo se encuentra tras haber dilapidado su fortuna; la humillación profunda de verse obligado a apacentar cerdos, y peor aún, la de desear alimentarse de las algarrobas que comían los cerdos; la reflexión sobre los bienes perdidos; el arrepentimiento y la decisión de declararse culpable ante su padre, el camino de retorno; la acogida generosa del padre; la alegría del padre: todos estos son rasgos propios del proceso de conversión. Las mejores vestiduras, el anillo y el banquete de fiesta son símbolos de esta vida nueva, pura, digna, llena de alegría que es la vida del hombre que vuelve a Dios y al seno de su familia, que es la Iglesia. Sólo el corazón de Cristo, que conoce las profundidades del amor de su Padre, pudo revelarnos el abismo de su misericordia de una manera tan llena de simplicidad y de belleza» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1439).
La parábola, muy sencilla en su profundidad, se narra desde tres perspectivas: la del hijo menor, la del padre y la del hijo mayor. La historia del hijo menor es casi un modelo del proceso del pecador: el abandono de la casa paterna, la marcha a un país lejano donde no puede cumplir los deberes de piedad con Dios ni con los suyos, la vida con los cerdos, etc. (vv. 13-15). Por eso, «aquel hijo (...) es en cierto sentido el hombre de todos los tiempos, comenzando por aquel que primeramente perdió la herencia de la gracia y de la justicia original. (...) La parábola toca indirectamente toda clase de rupturas de la alianza de amor, toda pérdida de la gracia, todo pecado» (Juan Pablo II, Dives in misericordia, n. 5). Pero, en un momento determinado, toma la decisión de la conversión. Esa decisión se compone de varias acciones: el hijo sabe que no sólo ha ofendido a su padre, sino también a Dios (v. 18), y, sobre todo, es consciente de la gravedad de su pecado: «En el centro de la conciencia del hijo pródigo, emerge el sentido de la dignidad perdida, de aquella dignidad que brota de la relación del hijo con el padre. Con esta decisión emprende el camino» (ibidem, n. 19).
El relato nos muestra a continuación al Padre. Su modo de obrar resulta sorprendente, como lo es el obrar de Dios con los hombres. Ciertamente el perdón es también humano, pero, al perdón, el padre le añade el mejor traje, el anillo, las sandalias y el ternero cebado: «El padre del hijo pródigo es fiel a su paternidad, fiel al amor que desde siempre sentía por su hijo. Tal fidelidad se expresa en la parábola no sólo con la inmediata prontitud en acogerlo cuando vuelve a casa después de haber malgastado el patrimonio; se expresa aún más plenamente con aquella alegría, con aquel júbilo tan generoso respecto al disipador después de su vuelta» (ibidem, n. 6).
Todavía la parábola se detiene en otro personaje: el hijo mayor que se siente ofendido por los gestos del padre. En el contexto histórico del ministerio público de Jesús representa la posición de algunos judíos que «se tenían por justos» (18,9) y pensaban que Dios estaba obligado a reconocer «sus obras de justicia», despreciadas y ofendidas por la conducta misericordiosa de Jesús hacia los pecadores. Por eso, en esta tercera escena, las quejas del hijo y las palabras del padre ocupan casi el mismo espacio: «El hombre —todo hombre— es también este hermano mayor. El egoísmo le hace ser celoso, le endurece el corazón, lo ciega y le hace cerrarse a los demás y a Dios. La benignidad y la misericordia del Padre lo irritan y lo enojan; la felicidad por el hermano hallado tiene para él un sabor amargo. También bajo este aspecto él tiene necesidad de convertirse para reconciliarse» (Juan Pablo II, Reconciliatio et paenitentia, n. 6).
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