24º domingo del Tiempo ordinario – C.
Evangelio
1 Se
le acercaban todos los publicanos y pecadores para oírle. 2 Pero los
fariseos y los escribas murmuraban diciendo:
—Éste recibe a los pecadores y come
con ellos.
3 Entonces
les propuso esta parábola:
4 —¿Quién
de vosotros, si tiene cien ovejas y pierde una, no deja las noventa y nueve en
el campo y sale en busca de la que se perdió hasta encontrarla? 5 Y,
cuando la encuentra, la pone sobre sus hombros gozoso, 6 y, al
llegar a casa, reúne a los amigos y vecinos y les dice: «Alegraos conmigo,
porque he encontrado la oveja que se me perdió». 7 Os digo que, del
mismo modo, habrá en el cielo mayor alegría por un pecador que se convierta que
por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de conversión.
8 ¿O
qué mujer, si tiene diez dracmas y pierde una, no enciende una luz y barre la
casa y busca cuidadosamente hasta encontrarla? 9 Y cuando la
encuentra, reúne a las amigas y vecinas y les dice: «Alegraos conmigo, porque
he encontrado la dracma que se me perdió». 10 Así, os digo, hay
alegría entre los ángeles de Dios por un pecador que se arrepiente.
11 Dijo
también:
—Un hombre tenía dos hijos. 12 El
más joven de ellos le dijo a su padre: «Padre, dame la parte de la hacienda que
me corresponde». Y les repartió los bienes. 13 No muchos días
después, el hijo más joven lo recogió todo, se fue a un país lejano y malgastó
allí su fortuna viviendo lujuriosamente. 14 Después de gastarlo
todo, hubo una gran hambre en aquella región y él empezó a pasar necesidad. 15
Fue y se puso a servir a un hombre de aquella región, el cual lo mandó a
sus tierras a guardar cerdos; 16 le entraban ganas de saciarse con
las algarrobas que comían los cerdos, y nadie se las daba. 17 Recapacitando,
se dijo: «¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan abundante mientras yo aquí
me muero de hambre! 18 Me levantaré e iré a mi padre y le diré:
“Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; 19 ya no soy digno de
ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros”». 20 Y
levantándose se puso en camino hacia la casa de su padre.
Cuando aún estaba lejos, le vio su
padre y se compadeció. Y corriendo a su encuentro, se le echó al cuello y le
cubrió de besos. 21 Comenzó a decirle el hijo: «Padre, he pecado
contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo». 22
Pero el padre les dijo a sus siervos: «Pronto, sacad el mejor traje y
vestidle; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; 23 traed
el ternero cebado y matadlo, y vamos a celebrarlo con un banquete; 24 porque
este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido
encontrado». Y se pusieron a celebrarlo.
25 El
hijo mayor estaba en el campo; al volver y acercarse a casa oyó la música y los
cantos 26 y, llamando a uno de los siervos, le preguntó qué pasaba. 27
Éste le dijo: «Ha llegado tu hermano, y tu padre ha matado el ternero
cebado por haberle recobrado sano». 28 Se indignó y no quería
entrar, pero su padre salió a convencerle. 29 Él replicó a su padre:
«Mira cuántos años hace que te sirvo sin desobedecer ninguna orden tuya, y
nunca me has dado ni un cabrito para divertirme con mis amigos. 30 Pero
en cuanto ha venido ese hijo tuyo que devoró tu fortuna con meretrices, has
hecho matar para él el ternero cebado». 31 Pero él respondió: «Hijo,
tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo; 32 pero había que
celebrarlo y alegrarse, porque ese hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la
vida, estaba perdido y ha sido encontrado».
Todas las acciones y palabras de Jesús ponen al descubierto la
misericordia de Dios con los hombres. Sin embargo, «el evangelista que trata
con detalle estos temas en las enseñanzas de Cristo es San Lucas, cuyo
evangelio ha merecido ser llamado “el evangelio de la misericordia”» (Juan
Pablo II, Dives in misericordia, n.
3). En este capítulo Lucas recoge tres parábolas en las que, de modo gráfico,
Jesús describe la infinita y paternal misericordia de Dios, su desvelo por cada
uno de los hombres y su alegría por la conversión del pecador. La meditación de
estas enseñanzas del Señor es una fuente de confianza para nosotros: «¡Qué
alegría más dulce de pensar que Dios es justo, es decir, que tiene en cuenta
nuestras debilidades, que conoce perfectamente la fragilidad de nuestra
naturaleza! ¿De qué, pues, tendría yo miedo? ¡Ah! El Dios infinitamente justo
que se dignó perdonar con tanta bondad todos los pecados del hijo pródigo, ¿no
se mostrará también justo para conmigo que estoy siempre a su lado?» (Sta.
Teresa de Lisieux, Manuscritos
autobiográficos 8).
La acusación de fariseos y escribas sirve a Jesús para ilustrar la
preocupación de Dios por salvar a cada uno de los hombres (vv. 1-10).
Obviamente, el culmen de toda esa actividad divina es la Encarnación de
Jesucristo. Por eso, la tradición cristiana, fundada también en otros pasajes
evangélicos (cfr Jn 10,11), ve este Buen Pastor en Cristo: «Puso la oveja sobre
sus hombros, porque, al asumir la naturaleza humana, Él mismo cargó con
nuestros pecados» (S. Gregorio Magno, Homiliae
in Evangelia 2,14,3).
El inicio del pasaje (vv. 1-2) nos presenta la ocasión de estas
parábolas: Jesús es acusado de recibir a los pecadores y comer con ellos, la
misma acusación que después le hace el hijo mayor al padre de la parábola:
recibir al hijo que ha cometido todos los pecados posibles y celebrar un
banquete por su vuelta. La parábola es una explicación de la conducta de Jesús,
y nos enseña además que, frente a Él, quien le juzga acaba por ser juzgado en
aquello mismo que juzga.
Las parábolas de la oveja y la dracma perdidas (vv. 3-10) tienen una
estructura semejante: la narración de la parábola continúa con una frase de los
protagonistas (vv. 6.9), en la que expresan su alegría por haber encontrado lo
perdido, y concluye con una frase de Jesús en la que declara que esa misma
alegría se da en el cielo cuando se convierte un pecador (vv. 7.10). De esa
manera el oyente entiende que las acciones del pastor y la mujer representan
las acciones de Dios con los hombres. Dios no se queda cruzado de brazos ante
nuestra debilidad: sale en busca de lo perdido (v. 4), y con un celo cuidadoso
hace todo lo necesario para encontrarlo (v. 8). Pero, sobre todo, se alegra; lo
mismo que cuando nosotros le buscamos a Él: «Mas esta fuerza tiene el amor, si
es perfecto, que olvidamos nuestro contento por contentar a quien amamos. Y
verdaderamente es así que, aunque sean grandísimos trabajos, entendiendo
contentamos a Dios, se nos hacen dulces» (Sta. Teresa de Jesús, Fundaciones 5,7).
En los vv. 11-32 estamos ante una de las parábolas más bellas de
Jesús. La grandeza del corazón de Dios, su misericordia infinita, descrita en
las parábolas anteriores, se completa ahora con unos rasgos vivísimos de las
acciones del Padre (vv. 20-24; 31-32). En la parábola tiene enorme relieve el
hecho mismo de la conversión: «El proceso de la conversión y de la penitencia
fue descrito maravillosamente por Jesús en la parábola llamada “del hijo
pródigo”, cuyo centro es “el Padre misericordioso” (Lc 15,11-24): la
fascinación de una libertad ilusoria, el abandono de la casa paterna; la
miseria extrema en la que el hijo se encuentra tras haber dilapidado su
fortuna; la humillación profunda de verse obligado a apacentar cerdos, y peor
aún, la de desear alimentarse de las algarrobas que comían los cerdos; la
reflexión sobre los bienes perdidos; el arrepentimiento y la decisión de
declararse culpable ante su padre, el camino de retorno; la acogida generosa
del padre; la alegría del padre: todos estos son rasgos propios del proceso de
conversión. Las mejores vestiduras, el anillo y el banquete de fiesta son
símbolos de esta vida nueva, pura, digna, llena de alegría que es la vida del
hombre que vuelve a Dios y al seno de su familia, que es la Iglesia. Sólo el
corazón de Cristo, que conoce las profundidades del amor de su Padre, pudo
revelarnos el abismo de su misericordia de una manera tan llena de simplicidad
y de belleza» (Catecismo de la Iglesia Católica ,
n. 1439).
La parábola, muy sencilla en su profundidad, se narra desde tres
perspectivas: la del hijo menor, la del padre y la del hijo mayor. La historia
del hijo menor es casi un modelo del proceso del pecador: el abandono de la
casa paterna, la marcha a un país lejano donde no puede cumplir los deberes de
piedad con Dios ni con los suyos, la vida con los cerdos, etc. (vv. 13-15). Por
eso, «aquel hijo (...) es en cierto
sentido el hombre de todos los tiempos, comenzando por aquel que primeramente
perdió la herencia de la gracia y de la justicia original. (...) La parábola
toca indirectamente toda clase de rupturas de la alianza de amor, toda pérdida
de la gracia, todo pecado» (Juan Pablo II, Dives
in misericordia, n. 5). Pero, en un momento determinado, toma la decisión
de la conversión. Esa
decisión se compone de varias acciones: el hijo sabe que no sólo ha ofendido a
su padre, sino también a Dios (v. 18), y, sobre todo, es consciente de la
gravedad de su pecado: «En el centro de la conciencia del hijo pródigo, emerge
el sentido de la dignidad perdida, de aquella dignidad que brota de la relación
del hijo con el padre. Con esta decisión emprende el camino» (ibidem, n. 19).
El relato nos muestra a continuación al Padre. Su modo de obrar
resulta sorprendente, como lo es el obrar de Dios con los hombres. Ciertamente
el perdón es también humano, pero, al perdón, el padre le añade el mejor traje,
el anillo, las sandalias y el ternero cebado: «El padre del hijo pródigo es fiel a su paternidad, fiel al amor
que desde siempre sentía por su hijo. Tal fidelidad se expresa en la parábola
no sólo con la inmediata prontitud en acogerlo cuando vuelve a casa después de
haber malgastado el patrimonio; se expresa aún más plenamente con aquella
alegría, con aquel júbilo tan generoso respecto al disipador después de su
vuelta» (ibidem, n. 6).
Todavía la parábola se detiene en otro personaje: el hijo mayor que se
siente ofendido por los gestos del padre. En el contexto histórico del
ministerio público de Jesús representa la posición de algunos judíos que «se
tenían por justos» (18,9) y pensaban que Dios estaba obligado a reconocer «sus
obras de justicia», despreciadas y ofendidas por la conducta misericordiosa de
Jesús hacia los pecadores. Por eso, en esta tercera escena, las quejas del hijo
y las palabras del padre ocupan casi el mismo espacio: «El hombre —todo hombre—
es también este hermano mayor. El egoísmo le hace ser celoso, le endurece el
corazón, lo ciega y le hace cerrarse a los demás y a Dios. La benignidad y la
misericordia del Padre lo irritan y lo enojan; la felicidad por el hermano
hallado tiene para él un sabor amargo. También bajo este aspecto él tiene
necesidad de convertirse para reconciliarse» (Juan Pablo II, Reconciliatio et paenitentia, n. 6).
Comentarios