23º domingo del Tiempo ordinario – C.
1ª lectura
13 ¿Qué hombre podrá conocer el designio de Dios?
¿Quién podrá pensar lo que el Señor quiere?
14 Mezquinos son los pensamientos de los
mortales,
inseguras nuestras decisiones.
15 Pues un cuerpo corruptible oprime el alma,
la tienda terrenal oprime la mente, llena de preocupaciones.
16 A duras penas entendemos las cosas de la
tierra,
encontramos con fatiga lo que está a nuestras manos:
¿Quién podrá investigar las cosas del cielo?
17 ¿Quién conocer tu designio, si Tú no le das la
sabiduría
y envías desde las alturas tu santo espíritu?
18 Sólo así se enderezaron los caminos de quienes
hay en la tierra,
aprendieron los hombres lo que te agrada,
y se salvaron gracias a la sabiduría.
Termina la contemplación de la Sabiduría divina, identificada a veces con el
«santo espíritu» que Dios envía desde las alturas (v. 17), y concluye con la
afirmación de que gracias a la sabiduría se salvaron los hombres (v. 18), pues
por ella han conocido los designios de Dios. Por sí mismo el hombre no podrá
conocerlos debido a la pequeñez e inseguridad de sus pensamientos (v. 14) y a
las preocupaciones terrenales que le absorben (v. 15); debido, en definitiva, a
la limitación humana (v. 16). Con esta forma de hablar el autor sagrado no
niega que podamos alcanzar la verdad; sólo afirma que los designios divinos, la Sabiduría de Dios, no
puede ser descubierta por el hombre con sus solas fuerzas. En cambio, tras la Encarnación del Verbo,
podemos llegar a conocer el misterio de Dios: «Porque Dios no quiso ya ser
conocido, como en tiempos anteriores, a través de la imagen y sombra de la
sabiduría existente en las cosas creadas, sino que quiso que la auténtica Sabiduría
tomara carne, se hiciera hombre y padeciese la muerte de cruz; para que, en
adelante, todos los creyentes pudieran salvarse por la fe en ella. Se trata, en
efecto, de la misma Sabiduría de Dios, que antes, por su imagen impresa en las
cosas creadas —razón por la cual se dice de ella que es creada—, se daba a
conocer a sí misma y, por medio de ella, daba a conocer a su Padre. Pero,
después esta misma Sabiduría, que es también la Palabra , se hizo carne,
como dice San Juan, y, habiendo destruido la muerte y liberado nuestra raza, se
reveló con más claridad a sí misma y, a través de sí misma, reveló al Padre»
(S. Atanasio, Contra arianos
2,81-82).
El v. 15 parecería recoger la idea platónica del cuerpo como cárcel
del alma; pero el autor sagrado no piensa en el alma como preexistente;
únicamente deja constancia de que la parte corporal del hombre le impide con
frecuencia elevarse a la contemplación de las cosas espirituales. San Pablo
completará esta visión cuando exponga que al hombre interior se le opone el
exterior, es decir, el que sigue las apetencias de la carne que se manifiestan
en el cuerpo: «¡Infeliz de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?» (Rm
7,24).
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