23º domingo del Tiempo ordinario – C.
Evangelio
25
Iba con él mucha gente, y se volvió hacia ellos y les dijo:
26
—Si alguno viene a mí y no odia a su padre y a su madre y a su mujer y a sus
hijos y a sus hermanos y a sus hermanas, hasta su propia vida, no puede ser mi
discípulo. 27
Y el que no carga con su cruz y viene detrás de mí, no puede ser mi discípulo.
28
Porque, ¿quién de vosotros, al querer edificar una torre, no se sienta primero
a calcular los gastos a ver si tiene para acabarla? 29 No sea que, después de
poner los cimientos y no poder acabar, todos los que lo vean empiecen a
burlarse de él, 30
y digan: «Este hombre comenzó a edificar y no pudo terminar». 31 ¿O qué rey, que sale a
luchar contra otro rey, no se sienta antes a deliberar si puede enfrentarse con
diez mil hombres al que viene contra él con veinte mil? 32 Y si no, cuando todavía
está lejos, envía una embajada para pedir condiciones de paz. 33 Así pues, cualquiera de
vosotros que no renuncie a todos sus bienes no puede ser mi discípulo.
Mucha gente sigue a Jesús (v.
25), pero el Señor les explica que seguirle verdaderamente es algo más que el
mero sentirse atraído por su doctrina: «La doctrina que el Hijo de Dios vino a
enseñar fue el menosprecio de todas las cosas, para poder recibir el precio del
espíritu de Dios en sí; porque, en tanto que de ellas no se deshiciere el alma,
no tiene capacidad para recibir el espíritu de Dios en pura transformación» (S.
Juan de la Cruz ,
Subida al Monte Carmelo 1,5,2).
Las palabras del v. 26 pueden parecer duras: hay que entenderlas
dentro del conjunto de las exigencias del Señor y del lenguaje bíblico que
reproducen. En diversos textos del Antiguo Testamento, «amar y odiar» indican
preferencia, y, sobre todo, elección. Así, por ejemplo, se dice que Jacob amaba
a Raquel y aborrecía a Lía (Gn 29,28-30), o que el Señor amó a Jacob y odió a
Esaú (Ml 1,2-3; Rm 9,13; cfr Lc 16,13), para significar que Raquel era la
elegida por Jacob, o Jacob el elegido por Dios. Por eso, las palabras de Jesús
deben entenderse como una preferencia y como una elección decisiva: ser
discípulo de Jesús es tomar partido por Dios, sin componendas. En ese sentido,
se ha entendido en la
Tradición de la
Iglesia : «Debemos tener caridad con todos, con los parientes
y con los extraños, pero sin apartarnos del amor de Dios por el amor de ellos»
(S. Gregorio Magno, Homiliae in Evangelia
37,3). En términos semejantes lo enseña la doctrina cristiana cuando dice que
los cristianos «se esfuerzan por agradar a Dios antes que a los hombres,
dispuestos siempre a dejarlo todo por Cristo» (Conc. Vaticano II, Apostolicam actuositatem, n. 4).
Las dos comparaciones posteriores, la del que comienza a edificar y la
del rey que sale a guerrear (vv. 28-32), ilustran la decisión de dejar todo
para seguir a Jesús, tal como se explica en el v. 33. Sin esa decisión
manifestada en obras cotidianas, no tenemos pertrechos suficientes ni para
acabar la obra, ni para pelear contra lo mundano, y el resultado será la burla
(v. 29) o la derrota: «Si no podéis abandonar todas las cosas del mundo, al
menos poseedlas de tal forma que no seáis retenidos en el mundo. Debéis poseer
las cosas terrenas, no ser su posesión (...). Las cosas terrenas son para
usarlas, las eternas para desearlas (...). Utilicemos las cosas terrenas, pero
deseemos llegar a la posesión de las eternas» (S. Gregorio Magno, Homiliae in Evangelia 2,36,11).
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