24º domingo del Tiempo
ordinario – C. 2ª lectura
12 Doy
gracias a aquel que me ha llenado de fortaleza, a Jesucristo nuestro Señor,
porque me ha considerado digno de su confianza al conferirme el ministerio, 13 a mí, que antes
era blasfemo, perseguidor e insolente. Pero alcancé misericordia porque actué
por ignorancia cuando no tenía fe. 14 Y sobreabundó en mí la gracia
de nuestro Señor, junto con la fe y la caridad, en Cristo Jesús.
15 Podéis
estar seguros y aceptar plenamente esta verdad: que Cristo Jesús vino al mundo
para salvar a los pecadores, y de ellos el primero soy yo. 16 Pero
por eso he alcanzado misericordia, para que yo fuera el primero en quien Cristo
Jesús mostrase toda su longanimidad, y sirviera de ejemplo a quienes van a
creer en él para llegar a la vida eterna.
17 Al
rey de los siglos, al inmortal, invisible y único Dios, honor y gloria por los
siglos de los siglos. Amén.
El reconocimiento de las limitaciones
personales o de la propia indignidad, no es obstáculo para que los pastores de la Iglesia asuman la
responsabilidad que les incumbe de predicar y defender la recta doctrina. El
ejemplo de vida debe servir para disipar posibles recelos, pues Pablo, por
encima de todo, puede reconocer la gratuidad de su llamada al ministerio de la
fe y la caridad.
El v. 15 resume en pocas palabras la
obra redentora de Cristo. Se inicia con una fórmula solemne que centra la
atención en algo importante. «Ningún otro fue el motivo de la venida de Cristo
el Señor sino la salvación de los pecadores —comenta San Agustín—. Si eliminas
las enfermedades, las heridas, ya no tiene razón de ser la medicina. Si vino
del cielo el gran médico es que un gran enfermo yacía en todo el orbe de la
tierra. Ese enfermo es el género humano» (S. Agustín, Sermones 175,1). Esta verdad es una de las fundamentales de nuestra
fe, recogida en el Credo: «Que por nosotros los hombres y por nuestra
salvación, bajó del cielo».
Se cierra el pasaje con una doxología
solemne (v. 17), exclamación de alabanza a Dios. En contraste con los intentos
de divinización del emperador, muy intensos entonces por parte de la autoridad
pública en el ambiente helenístico, los cristianos proclaman la realeza eterna
y universal de Dios.
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