11 Tú,
hombre de Dios, busca la justicia, la piedad, la fe, la caridad, la constancia
y la mansedumbre. 12 Pelea el noble combate de la fe. Conquista la
vida eterna a la que has sido llamado y para la que hiciste solemne profesión
en presencia de muchos testigos.
13 Te
ordeno en la presencia de Dios, que da vida a todo, y de Cristo Jesús, que dio
el solemne testimonio ante Poncio Pilato, 14 que conserves lo
mandado, sin tacha ni culpa, hasta la manifestación de nuestro Señor
Jesucristo; 15 manifestación que hará patente en el momento oportuno
el bienaventurado y único Soberano,
el Rey de los reyes y el Señor de los
señores;
16 el
único que es inmortal,
el que habita en una luz inaccesible,
a quien ningún hombre ha visto ni
puede ver.
A Él, el honor y el imperio eterno.
Amén.
La obligación de ser leales y atenerse
a lo mandado, dando testimonio ante todos de la fe que se profesa, se urge en
la presencia de Dios Padre y de Jesucristo, que firmemente confesó su realeza
ante Poncio Pilato.
Este bello himno a la realeza de Cristo
(vv. 15-16) es posible que fuera tomado de la liturgia. Como los demás himnos
que aparecen en la carta (1,17 y 3,16) refleja la conciencia de los primeros
cristianos de que el fin de la vida del hombre es dar gloria a Dios. «No
vivimos para la tierra, ni para nuestra honra, sino para la honra de Dios, para
la gloria de Dios, para el servicio de Dios: ¡esto es lo que nos ha de mover!»
(S. Josemaría Escrivá, Forja, n.
851).
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