27º domingo del Tiempo
ordinario – C. 2ª lectura
6 Por
esta razón, te recuerdo que tienes que reavivar el don de Dios que recibiste
por la imposición de mis manos, 7 porque Dios no nos dio un espíritu
de timidez, sino de fortaleza, caridad y templanza. 8 Así pues, no
te avergüences del testimonio de nuestro Señor, ni de mí, su prisionero; al
contrario, comparte conmigo los sufrimientos por el Evangelio con fortaleza de
Dios.
13 Ten
por norma las palabras sanas que me escuchaste con la fe y la caridad que
tenemos en Cristo Jesús. 14 Guarda el buen depósito por medio del
Espíritu Santo que habita en nosotros.
El rito de la imposición de las manos,
mencionado también en 1 Tm 4,14, comunicaba el don del ministerio apostólico. La Iglesia ha conservado
intactos estos elementos esenciales del sacramento del Orden: la imposición de
las manos y las palabras consecratorias del Obispo (cfr Pablo VI, Pontificalis Romani recognitio). El «don
de Dios» (v. 6) alude al «carácter» sacerdotal. Los dones que Dios confiere al
sacerdote «no son en él transitorios y pasajeros, sino estables y perpetuos,
unidos como están a un carácter indeleble, impreso en su alma, por el cual ha
sido constituido sacerdote para siempre (cfr Sal 110,4), a semejanza de Aquel
de cuyo sacerdocio queda hecho partícipe» (Pío XI, Ad catholici sacerdotii, n. 22). El lenguaje que emplea San Pablo
es bien gráfico: por el sacramento del Orden se confiere un don divino que
permanece para siempre en el sacerdote como un rescoldo, que conviene atizar de
vez en cuando para que produzca toda la luz y el calor que potencialmente
encierra. Santo Tomás comenta que «la gracia de Dios es como un fuego, que no
luce cuando lo cubre la ceniza; pues así ocurre cuando la gracia está cubierta
en el hombre por la torpeza o el temor humano» (Super 2 Timotheum, ad loc.).
El Concilio de Trento se apoya en estos dos versículos para definir
solemnemente que el orden sacerdotal es un sacramento instituido por Jesucristo
(cfr De sacramento Ordinis, cap. 7).
El Espíritu Santo se manifestó y
derramó sobre la Iglesia
el día de Pentecostés y actúa continuamente en ella para santificar a todos
los fieles y para que los pastores —y en especial los sucesores de Pedro—
«santamente custodiaran y fielmente expusieran la revelación transmitida por
los Apóstoles, es decir, el depósito de la fe» (Conc. Vaticano I, Pastor Aeternus, n. 4).
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