Exaltación
de la Santa Cruz
– Evangelio
13 Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del
cielo, el Hijo del Hombre. 14 Igual que Moisés levantó la serpiente
en el desierto, así debe ser levantado el Hijo del Hombre, 15 para
que todo el que crea tenga vida eterna en él.
16 Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo
Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida
eterna. 17 Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo,
sino para que el mundo se salve por él.
Jesús
explica a Nicodemo que para entenderle hace falta fe. Compara su futura
crucifixión con la serpiente de bronce, que, por orden de Dios, alzó Moisés en
un mástil como remedio para curar a quienes durante el éxodo fueron mordidos
por las serpientes venenosas (Nm 21,8-9). Así también Jesús, exaltado en la
cruz, es salvación para todos los que le miren con fe y causa de juicio para
quienes no creen en Él. «Las palabras de Cristo son al mismo tiempo palabras de
juicio y de gracia, de muerte y de vida. Porque solamente dando muerte a lo
viejo podemos acceder a la nueva vida (...). Nadie se libera del pecado por sí
mismo y por sus propias fuerzas ni se eleva sobre sí mismo; nadie se libera
completamente de su debilidad, o de su soledad, o de su esclavitud. Todos
necesitan a Cristo, modelo, maestro, libertador, salvador, vivificador» (Conc.
Vaticano II, Ad gentes, n. 8).
Las palabras
finales (vv. 16-17) sintetizan cómo la muerte de Jesucristo es la manifestación
suprema del amor de Dios por nosotros los hombres. Tanto para los inmediatos
destinatarios del evangelio, como para el lector actual, esas palabras
constituyen una llamada apremiante a corresponder al amor de Dios: que «nos
acordemos del amor con que [el Señor] nos hizo tantas mercedes y cuán grande
nos le mostró Dios (...): que amor saca amor (...). Procuremos ir mirando esto
siempre y despertándonos para amar» (Sta. Teresa de Jesús, Vida 22,14).
Las palabras
«tanto amó Dios al mundo...» (v. 16) las comenta Juan Pablo II diciendo que
«nos introducen al centro mismo de la acción salvífica de Dios. Ellas
manifiestan también la esencia misma de la soterología cristiana, es decir, de
la teología de la
salvación. Salvación significa liberación del mal, y por ello
está en estrecha relación con el problema del sufrimiento. Según las palabras
dirigidas a Nicodemo, Dios da su Hijo al “mundo” para librar al hombre del mal,
que lleva en sí la definitiva y absoluta perspectiva del sufrimiento.
Contemporáneamente, la misma palabra “da” (“dio”) indica que esta liberación
debe ser realizada por el Hijo unigénito mediante su propio sufrimiento. Y en
ello se manifiesta el amor, el amor infinito, tanto de ese Hijo unigénito como
del Padre, que por eso “da” a su Hijo. Éste es el amor hacia el hombre, el amor
por el “mundo”: el amor salvífico» (Salvifici
doloris, n. 11).
La entrega
de Cristo constituye la llamada más apremiante a corresponder a su gran amor:
«Si Dios nos ha creado, si nos ha redimido, si nos ama hasta el punto de entregar
por nosotros a su Hijo Unigénito (Jn 3,16), si nos espera —¡cada día!— como
esperaba aquel padre de la parábola a su hijo pródigo (cfr Lc 15,11-32), ¿cómo
no va a desear que lo tratemos amorosamente? Extraño sería no hablar con Dios,
apartarse de Él, olvidarle, desenvolverse en actividades ajenas a esos toques
ininterrumpidos de la gracia» (S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 251).
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