25º domingo del Tiempo ordinario – C.
Evangelio
1 Decía
también a los discípulos:
—Había un hombre rico que tenía un
administrador, al que acusaron ante el amo de malversar la hacienda. 2 Le
llamó y le dijo: «¿Qué es esto que oigo de ti? Dame cuentas de tu
administración, porque ya no podrás seguir administrando». 3 Y dijo
para sí el administrador: «¿Qué voy a hacer, ya que mi señor me quita la
administración? Cavar no puedo; mendigar me da vergüenza. 4 Ya sé lo
que haré para que me reciban en sus casas cuando me despidan de la
administración». 5 Y, convocando uno a uno a los deudores de su amo,
le dijo al primero: «¿Cuánto debes a mi señor?» 6 Él respondió:
«Cien medidas de aceite». Y le dijo: «Toma tu recibo; aprisa, siéntate y
escribe cincuenta». 7 Después le dijo a otro: «¿Y tú cuánto debes?»
Él respondió: «Cien cargas de trigo». Y le dijo: «Toma tu recibo y escribe
ochenta». 8 El amo alabó al administrador infiel por haber actuado
sagazmente; porque los hijos de este mundo son más sagaces en lo suyo que los
hijos de la luz.
9 Y
yo os digo: haceos amigos con las riquezas injustas, para que, cuando falten,
os reciban en las moradas eternas.
10 Quien
es fiel en lo poco también es fiel en lo mucho; y quien es injusto en lo poco
también es injusto en lo mucho. 11 Por tanto, si no fuisteis fieles
en la riqueza injusta, ¿quién os confiará la verdadera? 12 Y si en
lo ajeno no fuisteis fieles, ¿quién os dará lo vuestro?
13 Ningún
criado puede servir a dos señores, porque o tendrá aversión a uno y amor al
otro, o prestará su adhesión al primero y menospreciará al segundo: no podéis
servir a Dios y a las riquezas.
La parábola del administrador infiel puede desconcertarnos porque, a
veces, entendemos las parábolas, que pretenden resaltar una enseñanza, como
alegorías en las que cada elemento o cada personaje tienen un significado. El
Señor da por supuesta la inmoralidad de la actuación del administrador, pero
quiere enseñar a sus discípulos que deben servirse de la sagacidad y el ingenio
(v. 8) para la extensión del Reino de Dios: «¡Qué afán ponen los hombres en sus
asuntos terrenos!: ilusiones de honores, ambición de riquezas, preocupaciones
de sensualidad. —Ellos y ellas, ricos y pobres, viejos y hombres maduros y
jóvenes y aún niños: todos igual. —Cuando tú y yo pongamos el mismo afán en los
asuntos de nuestra alma tendremos una fe viva y operativa: y no habrá obstáculo
que no venzamos en nuestras empresas de apostolado» (S. Josemaría Escrivá, Camino, n. 317).
Tras la parábola, el evangelio recoge unas sentencias del Señor (vv.
9-15). Vienen introducidas por la expresión de gran solemnidad —«yo os digo»
(v. 9)— y, dentro de una cierta diversidad, tienen un matiz común: en todos los
momentos de nuestra vida, en la riqueza y en la pobreza, en lo grande y en lo
pequeño, debemos mirar a Dios. Tal vez el centro de esas expresiones pueda ser
el v. 13 donde el amor a las riquezas se concibe como una idolatría: «Todos se
inclinan ante el dinero. A la riqueza tributa siempre la multitud de los
hombres un homenaje instintivo. Miden la felicidad por la riqueza, y por la
riqueza miden, a su vez, la respetabilidad de la persona (...). Riqueza es el
primer ídolo de este tiempo. Notoriedad el segundo (...). La fama y el llamar
la atención en el mundo se consideran como un gran bien en sí mismos, y un
motivo de veneración (...). La notoriedad, o fama de periódico como se la
denomina también, (...) se ha convertido en una suerte de ídolo» (John H.
Newman, Discurso sobre la fe 5; cfr Catecismo de la Iglesia Católica ,
n. 1723).
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