Comentario a Lucas 2,22-40
La Sagrada Familia sube a Jerusalén con el fin de cumplir dos prescripciones de la Ley de Moisés: la purificación de la madre (cfr Lv 12,2-8) y el rescate del primogénito (cfr Ex 13,2.12-13). Con este motivo se manifiesta Jesús a Israel: «La Presentación de Jesús en el Templo lo muestra como el Primogénito que pertenece al Señor» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 529). Simeón y Ana, ya ancianos, representan al Israel fiel que espera la venida de su salvador y redentor (vv. 30.38) y alaba a Dios al ver cumplidas sus esperanzas (vv. 28.38).
Los primogénitos de los judíos pertenecían al Señor. Quienes no eran de la tribu de Leví debían ser rescatados en el Templo para mostrar que seguían siendo propiedad de Dios (cfr notas a Ex 13,1-2 y Nm 3,11-13). El rescate solía hacerse al cabo de un mes. Se ofrecían por el primogénito cinco siclos (cfr Nm 18,16). La mujer que daba a luz a un varón quedaba impura y debía acudir al Templo al cabo de cuarenta días para cumplir el rito de purificación y presentar la ofrenda: una res menor o, si era pobre, un par de tórtolas o pichones (cfr Lv 12,2-8). Ni Jesús, Hijo de Dios, ni María Virgen, que había concebido sin obra de varón y sin que Jesús al nacer hubiera roto su integridad virginal, estaban comprendidos en el precepto. Pero éste era un misterio escondido entonces en la intimidad de la Sagrada Familia: José y María ofrecieron la ofrenda de los pobres; no la de los ricos, aunque tampoco la de los indigentes: «¿Aprenderás con este ejemplo (...) a cumplir, a pesar de todos los sacrificios personales, la Santa Ley de Dios? ¡Purificarse! ¡Tú y yo sí que necesitamos purificación! —Expiar, y, por encima de la expiación, el Amor.—Un amor que sea cauterio, que abrase la roña de nuestra alma, y fuego, que encienda con llamas divinas la miseria de nuestro corazón» (S. Josemaría Escrivá, Santo Rosario, cuarto misterio gozoso).
Simeón aparece como un hombre conducido por el Espíritu Santo (vv. 25.26.27) y, por eso, sus palabras son especialmente reveladoras (vv. 29-32): Jesús es reconocido como el Mesías esperado, «gloria de Israel», pero también «luz y salvación» para todos los hombres. Sin embargo, en el plan de Dios será «ruina y resurrección de Israel», y su misión salvadora, «signo de contradicción» en el que algunos tropezarán. De esta manera se incoan el dolor y el gozo que están presentes y mezclados en toda la vida del Señor. Finalmente, «la espada de dolor predicha a María anuncia otra oblación, perfecta y única, la de la Cruz que dará la salvación que Dios ha preparado “ante todos los pueblos”» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 529). Por el hecho de dirigirse a María, entendemos la participación de la Virgen en el sacrificio de Cristo: «El anuncio de Simeón parece como un segundo anuncio a María, dado que le indica la concreta dimensión histórica en la cual el Hijo cumplirá su misión, es decir en la incomprensión y en el dolor. Si por un lado, este anuncio confirma su fe en el cumplimiento de las promesas divinas de la salvación, por otro, le revela también que deberá vivir en el sufrimiento su obediencia de fe al lado del Salvador que sufre, y que su maternidad será oscura y dolorosa» (Juan Pablo II, Redemptoris Mater, n. 16). La Virgen y San José se admiraban (v. 33) al descubrir nuevos aspectos del misterio de su Hijo. Comprenden más claramente que Jesús no sólo es la gloria de su pueblo, sino la salvación de toda la humanidad.
El testimonio de Ana (vv. 36-38) es muy parecido al de Simeón. Si Simeón esperaba la consolación de Israel (v. 25), Ana esperaba la redención de Jerusalén (v. 38). De esto resulta que el nacimiento de Cristo ha sido manifestado por tres clases de testigos y de tres modos distintos: primero, por los ángeles que lo anuncian; segundo, por los pastores tras la aparición de los ángeles; y, en tercer lugar, por Simeón y Ana, movidos por el Espíritu Santo. Así pues, quien como Simeón y Ana persevera en la piedad y en el servicio a Dios se convierte en instrumento apto del Espíritu Santo para dar a conocer a Cristo a los demás.
Los vv. 39-40 son un resumen de la vida de Jesús en Nazaret. La aldea no se nombra en el Antiguo Testamento, aunque las excavaciones han mostrado que estuvo habitada desde más de mil años antes. No pasaba de ser un racimo de casas pobres, medio excavadas en un cerro de la Baja Galilea, donde unas pocas familias judías vivían de la agricultura y ganadería; habría algún artesano, como José, para prestar servicios variados.
En tiempos de Jesús se mantenía una tradición (cfr Flavio Josefo, Antiquitates iudaicae 2,9,6; 5,4,10; Filón, De vita Mosis 5,10,4) que afirmaba de algunos personajes, como Moisés o Samuel, una inteligencia asombrosa ya en su niñez. El evangelista afirma aquí las dotes de Jesús, aunque enseguida (cfr 2,49) hará ver que Jesús es mucho más grande que esos personajes. San Beda explicaba así este texto: «Nuestro señor Jesucristo en cuanto niño, es decir, revestido de la fragilidad de la naturaleza humana, debía crecer y robustecerse; pero en cuanto Verbo eterno de Dios no necesitaba fortalecerse ni crecer. De donde muy bien se le describe lleno de sabiduría y de gracia» (In Lucae Evangelium, ad loc.).
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