3º domingo del Tiempo ordinario – C. 2ª lectura
Comentario a 1 Corintios 12,12-30
De la comparación de la Iglesia con un cuerpo deduce San Pablo dos características importantes: la identificación de la Iglesia con Cristo (v. 12) y el reconocimiento del Espíritu Santo como principio vital (v. 13). La identificación de la Iglesia con Cristo transciende el ámbito de la metáfora: «Cristo entero está formado por la cabeza y el cuerpo, verdad que no dudo que conocéis bien. La cabeza es nuestro mismo Salvador, que padeció bajo Poncio Pilato y ahora, después que resucitó de entre los muertos, está sentado a la diestra del Padre. Y su cuerpo es la Iglesia. No esta o aquella iglesia, sino la que se halla extendida por todo el mundo. Ni es tampoco solamente la que existe entre los hombres actuales, ya que también pertenecen a ella los que vivieron antes de nosotros y los que han de existir después, hasta el fin del mundo. Pues toda la Iglesia, formada por la reunión de los fieles —porque todos los fieles son miembros de Cristo—, posee a Cristo por Cabeza, que gobierna su cuerpo desde el Cielo. Y, aunque esta Cabeza se halle fuera de la vista del cuerpo, sin embargo, está unida por el amor» (S. Agustín, Enarrationes in Psalmos 56,1).
El principio de la unidad orgánica de la Iglesia es el Espíritu Santo, que congrega a los fieles en una sociedad y, además, penetra y vivifica a los miembros, ejerciendo el mismo cometido que el alma en el cuerpo físico: «Y para que nos renováramos incesantemente en Él (cfr Ef 4,23) nos concedió participar de su Espíritu, quien, siendo uno solo en la Cabeza y en los miembros, de tal modo vivifica todo el cuerpo, lo une y lo mueve, que su oficio puede ser comparado por los Santos Padres con la función que ejerce el principio de vida o alma en el cuerpo humano» (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, n. 7).
La unión vital y la mutua acción de unos miembros en otros (v. 26) ha sido enseñada desde el principio por la Iglesia y confesada en el Credo con la fórmula Comunión de los Santos. «Esta expresión designa primeramente las “cosas santas” [sancta], y ante todo la Eucaristía, “que significa y al mismo tiempo realiza la unidad de los creyentes, que forman un solo cuerpo en Cristo” (Lumen gentium, n. 3). Este término designa también la comunión entre las “personas santas” [sancti] en Cristo que ha “muerto por todos”, de modo que lo que cada uno hace o sufre en y por Cristo da fruto para todos» (Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 960 y 961).
«Aspirad a los carismas mejores» (v. 31). Según algunos manuscritos griegos se puede traducir: «Aspirad a carismas mayores». San Pablo alienta a sus cristianos a que, dentro de los múltiples dones del Espíritu Santo, valoren aquellos que son más importantes para el bien de la Iglesia: «El primero y más imprescindible don es la caridad con la que amamos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo por Él (...). Pues la caridad, como vínculo de perfección y plenitud de la ley (cfr Col 3,14; Rm 13,10), rige todos los medios de santificación, los informa y los conduce a su fin. De ahí que la caridad para con Dios y para con el prójimo sea el signo distintivo del verdadero discípulo de Cristo» (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, n. 42).
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