2º domingo del Tiempo ordinario – C.
Evangelio
1 Al
tercer día se celebraron unas bodas en Caná de Galilea, y estaba allí la madre
de Jesús. 2 También fueron invitados a la boda Jesús y sus
discípulos. 3 Y, como faltó vino, la madre de Jesús le dijo:
—No tienen vino.
4 Jesús
le respondió:
—Mujer, ¿qué nos importa a ti y a mí?
Todavía no ha llegado mi hora.
5 Dijo
su madre a los sirvientes:
—Haced lo que él os diga.
6 Había
allí seis tinajas de piedra preparadas para las purificaciones de los judíos,
cada una con capacidad de unas dos o tres ºmetretas. 7 Jesús les
dijo:
—Llenad de agua las tinajas.
Y las llenaron hasta arriba. 8 Entonces
les dijo:
—Sacadlas ahora y llevadlas al
maestresala.
Así lo hicieron. 9 Cuando
el maestresala probó el agua convertida en vino, sin saber de dónde provenía
—aunque los sirvientes que sacaron el agua lo sabían— llamó al esposo 10 y
le dijo:
—Todos sirven primero el mejor vino, y
cuando ya han bebido bien, el peor; tú, al contrario, has reservado el vino
bueno hasta ahora.
11 Así,
en Caná de Galilea hizo Jesús el primero de los signos con el que manifestó su
gloria, y sus discípulos creyeron en él.
Caná de Galilea parece que debe identificarse con la actual Kef Kenna ,
situada a 7 km
al noroeste de Nazaret. Entre los invitados se menciona en primer lugar a Santa
María. No se cita a San José, cosa que no se puede atribuir a un olvido de San
Juan: este silencio —y otros muchos en el evangelio— hace suponer que el Santo
Patriarca había muerto ya.
Con el milagro de las bodas de Caná Jesús comienza la manifestación de
su gloria y la inauguración de los tiempos mesiánicos. El milagro o, como dice
literalmente el texto, el «signo» del agua convertida en vino anticipa la
«hora» de la glorificación de Jesús (v. 4). El término lo utiliza Jesucristo
alguna vez para designar el momento de su venida gloriosa (cfr 5,28), aunque
generalmente se refiere al tiempo de su pasión, muerte y glorificación (cfr
7,30; 12,23; 13,1; 17,1). Juan subraya la abundancia del don concedido por el
Señor (unos 300 litros
de vino). Tal abundancia es señal de la llegada de los tiempos mesiánicos, y el
vino, a su vez, simboliza los dones sobrenaturales que Cristo nos alcanza.
En el cuarto evangelio, la «madre de Jesús» —éste es el título que da
San Juan a la Virgen —
aparece solamente dos veces. Una en este episodio (v. 1), la otra en el
Calvario (19,25). Con ello se pone de manifiesto el cometido de María Virgen en
la Redención. En
efecto, estos dos acontecimientos, Caná y el Calvario, se sitúan uno al
comienzo y el otro al final de la vida pública, como para indicar que toda la
obra de Jesús está acompañada por la presencia de María Santísima. María
colabora en la obra de Jesús desde el comienzo hasta el fin, actuando como
verdadera Madre y mostrando su especial solicitud hacia los hombres. En Caná
intercede por aquellos esposos cuando todavía no ha llegado la «hora» de su
Hijo; en el Calvario, cuando llega la «hora», ofrece al Padre la muerte
redentora de su Hijo y acepta la misión que Jesús le confiere de ser Madre de
todos los creyentes, representados por el discípulo amado.
En el pasaje de Caná aparece un nuevo significado de la maternidad de
María: «Se manifiesta como nueva maternidad según el espíritu y no únicamente
según la carne, o sea la solicitud de María por los hombres, el ir a su
encuentro en toda la gama de sus necesidades. En Caná de Galilea se muestra
sólo un aspecto concreto de la indigencia humana, aparentemente pequeño y de
poca importancia (“no tienen vino”). Pero esto tiene un valor simbólico. El ir
al encuentro de las necesidades del hombre significa, al mismo tiempo, su
introducción en el radio de acción de la misión mesiánica y del poder salvífico
de Cristo. Por consiguiente, se da una mediación: María se pone entre su Hijo y
los hombres en la realidad de sus privaciones, indigencias y sufrimientos. Se
pone “en medio”, o sea, hace de mediadora no como una persona extraña, sino en
su papel de madre, consciente de que como tal puede —más bien “tiene el derecho
de”— hacer presente al Hijo las necesidades de los hombres. Su mediación, por
lo tanto, tiene un carácter de intercesión: María “intercede” por los hombres.
No sólo: como madre desea también que se manifieste el poder mesiánico del
Hijo, es decir su poder salvífico encaminado a socorrer la desventura humana, a
liberar al hombre del mal que bajo diversas formas y medidas pesa sobre su
vida» (Juan Pablo II, Redemptoris Mater,
n. 21).
La frase «¿qué nos importa a ti y a mí?» (v. 4) corresponde a una
manera proverbial de hablar en Oriente, que puede ser empleada con diversos
matices. La respuesta de Jesús parece indicar que, si bien, en principio, no
pertenecía al plan divino que Jesús interviniera con poder para resolver las
dificultades surgidas en aquellas bodas, la petición de Santa María le mueve a
atender esa necesidad. Por eso la piedad cristiana, con precisión teológica, ha
llamado a Nuestra Señora «omnipotencia suplicante». «El corazón de María, que no
puede menos de compadecer a los desgraciados (...), la impulsó a encargarse por
sí misma del oficio de intercesora y pedir al Hijo el milagro, a pesar de que
nadie se lo pidiera (...). Si esta buena Señora obró así sin que se lo
pidieran, ¿qué hubiera sido si le rogaran?» (S. Alfonso Mª de Ligorio, Sermones abreviados 48,2,1).
A propósito de la inclusión en el Santo Rosario de los «misterios de
luz», comenta Juan Pablo II: «La revelación, que en el Bautismo en el Jordán
proviene directamente del Padre y ha resonado en el Bautista, aparece también
en labios de María en Caná y se convierte en su gran invitación materna
dirigida a la Iglesia
de todos los tiempos: “Haced lo que él os diga” (Jn 2,5). Es una exhortación
que introduce muy bien las palabras y signos de Cristo durante su vida pública,
siendo como el telón de fondo mariano de todos los “misterios de luz”» (Rosarium Virginis Mariae, n. 21).
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