4º domingo del Tiempo ordinario – C.
Evangelio
21 Y
comenzó a decirles:
—Hoy se ha cumplido esta Escritura que
acabáis de oír.
22 Todos
daban testimonio en favor de él y se maravillaban de las palabras de gracia que
procedían de su boca, y decían:
—¿No es éste el hijo de José?
23 Entonces
les dijo:
—Sin duda me aplicaréis aquel proverbio:
«“Médico, cúrate a ti mismo”. Cuanto hemos oído que has hecho en Cafarnaún,
hazlo también aquí en tu tierra».
24 Y
añadió:
—En verdad os digo que ningún profeta
es bien recibido en su tierra. 25 Os digo de verdad que muchas
viudas había en Israel en tiempos de Elías, cuando durante tres años y seis
meses se cerró el cielo y hubo gran hambre por toda la tierra; 26 y
a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una mujer viuda en Sarepta de
Sidón. 27 Muchos leprosos había también en Israel en tiempo del profeta
Eliseo, y ninguno de ellos fue curado, más que Naamán el Sirio.
28 Al
oír estas cosas, todos en la sinagoga se llenaron de ira 29 y se
levantaron, le echaron fuera de la ciudad y lo llevaron hasta la cima del monte
sobre el que estaba edificada su ciudad para despeñarle. 30 Pero él,
pasando por medio de ellos, se marchó.
Los habitantes de Nazaret que se maravillaban de Jesús (v. 22) inmediatamente
se llenan de ira ante sus palabras (v. 28). En cierta manera, se cumplen ya las
palabras de Simeón en el Templo (2,34): Jesús es causa de dolor y gozo. La
falta de fe de los conciudadanos del Señor les lleva a pedir a Jesús un milagro
que acredite su enseñanza. Al no hacerlo Jesús, es posible que sus paisanos le
consideren un falso profeta y por eso intentan despeñarlo (v. 29; cfr Dt
13,2ss.). Así se pone de manifiesto la mezquindad de aquellos hombres que no
han sabido ver la verdad que tienen en sí las palabras del Señor (v. 22). Por
eso el episodio nos enseña a descubrir los caminos por los que podemos entender
de verdad a Jesús: sólo podremos hacerlo en la humildad y en el desinterés.
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