3º domingo del Tiempo ordinario – C. Evangelio
Comentario a Lucas 1,1-4
Este año, correspondiente al Ciclo C, la mayor parte de los domingos leeremos los textos del Evangelio según San Lucas. Por eso, el texto de hoy comienza por el prólogo de San Lucas en el que expone, con un excelente lenguaje literario, sus intenciones al componer su obra: escribir una historia bien ordenada y documentada (v. 3) de la vida de Cristo desde sus orígenes, explicando también el significado salvífico de las cosas que se «han cumplido» (v. 1). Es, pues, una historia, pero que descubre en los acontecimientos el cumplimiento de las promesas de Dios: «Los Evangelios no pretenden ser una biografía completa de Jesús según los cánones de la ciencia histórica moderna. Sin embargo, de ellos emerge el rostro del Nazareno con un fundamento histórico seguro, pues los evangelistas se preocuparon de presentarlo recogiendo testimonios fiables y trabajando sobre documentos sometidos al atento discernimiento eclesial» (Juan Pablo II, Novo millennio ineunte, n. 18).Comentario a Lucas 4,14-21
A continuación, se nos comienza a relatar la actividad de Jesús en Galilea al inicio de su vida pública. De entrada se ofrece un breve resumen de la actividad de Jesús, que precede a la declaración en la sinagoga de Nazaret (4,14-15). En el centro del mensaje no está tanto la predicación del Reino de Dios, como en los otros sinópticos, sino la Persona misma de Jesús. En las pocas palabras del sumario se vuelve a mencionar al Espíritu: el Espíritu Santo, que intervino activamente en el nacimiento de Jesús y en los episodios de su infancia, es ahora quien gobierna su actividad: tras descender sobre Él en el Bautismo (3,22), le conduce al desierto (4,1) y le impulsa a la misión por Galilea (v. 14), «porque la humanidad de Cristo es un órgano conjunto con la divinidad misma, y por eso Cristo se mueve según el impulso de la divinidad» (Nicolás de Lira, Postilla super Lucam 4).
En el episodio de los vv. 16-20 se presupone el esquema del culto sinagogal de su tiempo. En el sábado, día de descanso y oración para los judíos (Ex 20,8-11), se reunían para instruirse en la Sagrada Escritura. Comenzaba la sesión recitando juntos la Shemá, resumen de los preceptos del Señor, y las dieciocho bendiciones. Después se leía un pasaje del libro de la Ley —el Pentateuco— y otro de los Profetas. El presidente invitaba a alguien de los allí presentes a dirigir la palabra (cfr Hch 13,15). A veces se levantaba alguno voluntariamente para cumplir el encargo. Así debió de ocurrir en esta ocasión. Jesús busca la oportunidad de instruir al pueblo (v. 16), y lo mismo harán después los Apóstoles (cfr Hch 13,5.15.42.44; 14,1; etc.). La reunión terminaba con la bendición sacerdotal (cfr Nm 6,22ss.), recitada por el presidente o un sacerdote si lo había, a la que todos respondían: «Amén».
Jesús lee el pasaje de Isaías 61,1-2, donde el profeta anuncia la llegada del Señor que librará al pueblo de sus aflicciones. Por tanto, hay dos noticias en el pasaje: la salvación que obrará Dios con su pueblo, y el hombre elegido, ungido, por el Señor para llevarla a cabo. Jesús enseña que ambas se cumplen en Él. Por una parte, porque con sus «hechos y palabras, Cristo hace presente al Padre entre los hombres» (Juan Pablo II, Dives in misericordia, n. 3). Por otra parte, porque al decir que la profecía se cumple en Él (v. 21), enseña que el mensaje de salvación no es otra cosa que Él mismo: «Al ser Él la “Buena Nueva”, existe en Cristo plena identidad entre mensaje y mensajero, entre el decir, el actuar y el ser» (Juan Pablo II, Redemptoris missio, n. 13).
«Por lo cual me ha ungido» (v. 18). «Cristo, en efecto, no fue ungido por los hombres ni su unción se hizo con óleo, o ungüento material, sino que fue el Padre quien le ungió al constituirlo Salvador del mundo, y su unción fue en el Espíritu Santo» (S. Cirilo de Jerusalén, Catecheses 21,2).
«El año de gracia del Señor» (v. 19). Alude al año jubilar de los judíos, establecido por la Ley (Lv 25,8ss.) cada cincuenta años, para simbolizar la época de redención y libertad que traería el Mesías. La época inaugurada por Cristo, el tiempo de la Nueva Ley, es «el año de gracia», el tiempo de la misericordia y de la redención, que se alcanzarán cumplidamente en la vida eterna. De manera semejante, la institución del Año Santo en la Iglesia Católica tiene el sentido de anuncio y recuerdo de la Redención traída por Cristo y de su plenitud en la vida futura.
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