26º domingo del Tiempo ordinario – C. Evangelio
Comentario a Lucas 16,19-31
La parábola disipa dos errores: el de los que negaban la supervivencia del alma después de la muerte —y por tanto, el Juicio y la retribución ultraterrena— y el de los que interpretaban la prosperidad material en esta vida como premio a la rectitud moral, y la adversidad, en cambio, como castigo.
La parábola es ejemplo de la doctrina sobre las riquezas expresada poco antes (cfr 16,1-15). Del rico Epulón no se dice explícitamente que hiciera nada malo, sino que vestía muy bien y que celebraba diariamente espléndidos banquetes (v. 19); pero a consecuencia de esa vida regalada no puede ver al prójimo en Lázaro y es incapaz de oír la voz de Dios, aun con manifestaciones extraordinarias (vv. 29.31). La parábola es así una invitación a la sobriedad de vida y a la solidaridad: «Descendiendo a consecuencias prácticas y muy urgentes, el Concilio inculca el respeto al hombre, de modo que cada uno, sin ninguna excepción, debe considerar al prójimo como otro yo, cuidando, en primer lugar, de su vida y de los medios necesarios para vivirla dignamente, para que no imiten a aquel rico que se despreocupó totalmente del pobre Lázaro» (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, n. 27).
Siguiendo los textos sagrados, la doctrina cristiana enseña que con la expresión «seno de Abrahán» (v. 22) se indica el estado en que se encontraban las almas de los santos antes de la resurrección de Cristo. Allí, sin sentir dolor, sostenidos con la esperanza de la redención, disfrutaban de una condición pacífica. A estas almas, que estaban en el seno de Abrahán, liberó Cristo Nuestro Señor al bajar a los infiernos y resucitar de entre los muertos (cfr Catechismus Romanus 1,6,3; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 633). En cambio, el rico va a los «infiernos» (v. 23). El diálogo que mantiene con Abrahán (vv. 24-31) es una escenificación didáctica para grabar en los oyentes las enseñanzas de la parábola, ya que, en sentido estricto, en el infierno no se puede dar compasión alguna: «Cuando dijo Abrahán al rico: Entre vosotros y nosotros se abre un abismo (...), manifestó que después de la muerte y resurrección no habrá lugar a penitencia alguna. Ni los impíos se arrepentirán y entrarán en el Reino, ni los justos pecarán y bajarán al infierno. Éste es un abismo infranqueable» (Afraates, Demonstrationes 20,12).
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