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La vida de familia (Col 3,12-21)

Sagrada Familia. 2ª lectura

12 Por tanto, como elegidos de Dios, santos y amados, revestíos de entrañas de misericordia, de bondad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia. 13 Sobrellevaos mutuamente y perdonaos cuando alguno tenga queja contra otro; como el Señor os ha perdonado, hacedlo así también vosotros. 14 Sobre todo, revestíos con la caridad, que es el vínculo de la perfección. 15 Y que la paz de Cristo se adueñe de vuestros corazones: a ella habéis sido llamados en un solo cuerpo. Y sed agradecidos. 16 Que la palabra de Cristo habite en vosotros abundantemente. Enseñaos con la verdadera sabiduría, animaos unos a otros con salmos, himnos y cánticos espirituales, cantando agradecidos en vuestros corazones. 17 Y todo cuanto hagáis de palabra o de obra, hacedlo todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él.
18 Mujeres: estad sujetas a vuestros maridos, como conviene en el Señor. 19 Maridos: amad a vuestras mujeres y no seáis ásperos con ellas. 20 Hijos: obedeced en todo a vuestros padres, pues esto es agradable al Señor. 21 Padres: no os excedáis al reprender a vuestros hijos, no sea que se vuelvan pusilánimes.

Comentario a Colosenses 3,12-21

Las virtudes que enumera el Apóstol como características del hombre nuevo son diversas manifestaciones de la caridad que es el «vínculo de la perfección» (v. 14). «Si el amor no va por delante, no se cumplirá ninguno de los preceptos. Pues sólo dejamos de hacer el mal a los demás y nos preocupamos de hacer el bien, cuando amamos a los demás» (Severiano de Gábala, Fragmenta in Colossenses).

Haciendo las cosas bien, por amor, todas las realidades auténticamente humanas son santificables y deben ser santificadas (v. 17). «Os aseguro (...) que cuando un cristiano desempeña con amor lo más intranscendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios. Por eso os he repetido, con un repetido martilleo, que la vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día. En la línea del horizonte (...) parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazo­nes, cuando vivís santamente la vida ordinaria» (S. Josemaría Escrivá, Conversaciones, n. 116).

La aplicación de la doctrina precedente a la vida familiar (3,18-21) tiene su fundamento en la caridad y en la necesi­dad de comportarse cara a Dios. Las funciones del padre, la madre y los hijos adquieren también así un sentido nuevo. En toda familia debe haber un «intercambio educativo entre padres e hijos (cfr Ef 6,1-4; Col 3,20 s.), en que cada uno da y recibe. Mediante el amor, el respeto y la obediencia a los padres, los hijos aportan su específica e insustituible contribución a la edificación de una familia auténticamente humana y cristiana (cfr Gaudium et spes, n. 48). Cumplirán más fácilmente esta función si los padres ejercen su autoridad irrenunciable como un verdadero y propio “ministerio”, esto es, como un servicio ordenado al bien humano y cristiano de los hijos, y ordenado en particular a hacerles adquirir una libertad verdaderamente responsable» (Juan Pablo II, Familiaris consortio, n. 21).

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