2º domingo de Adviento – C. 2ª lectura
4 Siempre
que rezo por todos vosotros, lo hago con alegría, 5 por vuestra
participación en la difusión del Evangelio desde el primer día hasta hoy, 6
convencido de que quien comenzó en vosotros la obra buena la llevará a
cabo hasta el día de Cristo Jesús. 8 Dios es testigo de cómo os amo
a todos vosotros en las entrañas de Cristo Jesús. 9 Pido también que
vuestro amor crezca cada vez más en perfecto conocimiento y en plena sensatez, 10
para que sepáis discernir lo mejor, a fin de que seáis puros y sin falta
hasta el día de Cristo, 11 llenos de los frutos de justicia que
proceden de Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios.
La alegría es una de las notas
sobresalientes de este escrito (cfr 3,1; 4,4), causada de modo especial por el
buen espíritu y comportamiento de los filipenses. A ella se refiere Pablo como
uno de los frutos del Espíritu Santo (cfr Ga 5,22). Proviene de la unión con
Dios y del descubrimiento de la amorosa providencia con la que Dios vela por
sus criaturas y, de modo particular, por sus hijos. La alegría da serenidad,
paz y objetividad al cristiano en todas las acciones de su vida.
El Magisterio de la Iglesia , a partir de las
palabras del v. 6, ha enseñado, frente a la herejía pelagiana, que tanto el
inicio de la fe, como su aumento, y el acto de fe por el que creemos, son fruto
del don de la gracia y de la libre correspondencia humana (cfr Conc. II de
Orange, can. 5). Siglos más tarde, el Concilio de Trento reiteró esta
enseñanza: así como Dios ha empezado la obra buena, la acabará, si los hombres
cooperamos con su gracia (cfr De
iustificatione, cap. 13). Junto a esa confianza en el auxilio divino es
necesario el esfuerzo personal por corresponder a la gracia, pues, en palabras
de San Agustín, «Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti» (Sermones 169,13).
La identificación de San Pablo con
Jesucristo es tan grande que puede decir que han pasado a su corazón los mismos
afectos del corazón de Cristo (v. 8).
El crecimiento en la caridad (v. 9)
estimula el empeño por alcanzar un mayor «conocimiento» de Dios. «El que ama
—dice Santo Tomás— no se contenta con un conocimiento superficial del amado,
sino que se esfuerza por conocer cada una de las cosas que le pertenecen, y así
penetra hasta su interior» (Summa
theologiae 1-2,28,2c).
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