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No quedará piedra sobre piedra (Lc 21,5-19)

33º domingo del Tiempo ordinario – C. Evangelio 5 Como algunos le hablaban del Templo , que estaba adornado con bellas piedras y ofrendas votivas , dijo: 6 —Vendrán días en los que de esto que veis no quedará piedra sobre piedra que no sea destruida. 7 Le preguntaron: —Maestro, ¿cuándo ocurrirán estas cosas y cuál será la señal de que están a punto de suceder? 8 Él dijo: —Mirad, no os dejéis engañar; porque vendrán en mi nombre muchos diciendo: «Yo soy», y «el momento está próximo». No les sigáis. 9 Cuando oigáis hablar de guerras y de revoluciones, no os aterréis, porque es necesario que sucedan primero estas cosas. Pero el fin no es inmediato. 10 Entonces les decía: —Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino; 11 habrá grandes terremotos y hambre y peste en diversos lugares; habrá cosas aterradoras y grandes señales en el cielo. 12 Pero antes de todas estas cosas os echarán mano y os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a las cárceles, llevándoos ante reye...

¡Abbá! Padre (Ga 4,4-7)


Santa María, Madre de Dios - 2ª lectura

4 Pero al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, 5 para redimir a los que estaban bajo la Ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos. 6 Y, puesto que sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: «¡Abbá, Padre!» 7 De manera que ya no eres siervo, sino hijo; y como eres hijo, también heredero por gracia de Dios.

Comentario a Gálatas 4,4-7

En Cristo, Dios ofrece a todos los hombres la posibilidad de llegar a ser hijos suyos, y a todos envía el Espíritu de su Hijo. «Cualquier hombre que cree (...) ya no pertenece a la ascendencia de su padre carnal, sino a la simiente del Salvador, que se hizo precisamente Hijo del hombre, para que nosotros pudiésemos llegar a ser hijos de Dios» (S. León Magno, Sermo 6 in Nativitate 2).

Con la Encarnación en «la plenitud de los tiempos» (v. 4), la historia ha llegado a su momento culminante, ha quedado definitivamente orientada hacia Dios: «Cuando San Pablo habla del nacimiento del Hijo de Dios lo sitúa en “la plenitud de los tiempos”. En realidad el tiempo se ha cumplido por el hecho mismo de que Dios, con la Encarnación, se ha introducido en la historia del hombre. La eternidad ha entrado en el tiempo: ¿qué “cumplimiento” es mayor que este? ¿qué otro “cumplimiento” sería posible?» (Juan Pablo II, Tertio millennio adveniente, n. 9).

Las palabras «nacido de mujer» (v. 4) subrayan la verdadera Humanidad de Jesús y enseñan el papel de la Virgen María, la Nueva Eva, en la obra de la redención: «“Dios envió a su Hijo” (Ga 4,4), pero para “formarle un cuerpo” (cfr Hb 10,5) quiso la libre cooperación de una criatura. Para eso desde toda la eternidad, Dios escogió para ser la Madre de su Hijo, a una hija de Israel, una joven judía de Nazaret en Galilea, a “una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María” (Lc 1,26-27)» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 488).

Los judíos no utilizaron el vocablo arameo «Abbá» (v. 6) —nombre familiar con que los niños pequeños se dirigían a sus padres— para dirigirse a Dios, tal vez por respeto a la Majestad divina. Jesucristo, de una manera novedosa, lo usó para dirigirse a Dios Padre, mostrando así su especial relación de Hijo y su confianza y entrega a la voluntad de su Padre (cfr Mc 14,36). San Pablo se hace eco de la tradición y enseña que es el Espíritu de Jesús, el Espíritu Santo, quien permite reconocernos hijos de Dios (cfr Rm 8,16-17): el cristiano es así hijo en el Hijo por el Espíritu Santo. «Si tenemos relación asidua con el Espíritu Santo, nos haremos también nosotros espirituales, nos sentiremos hermanos de Cristo e hijos de Dios, a quien no dudaremos en invocar como a Padre que es nuestro» (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 136).

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