2º domingo de Adviento – C. 1ª lectura
1 Quítate,
Jerusalén, el vestido de luto y de tu aflicción
y vístete de gala, de la gloria
que Dios te otorga para siempre.
2 Envuélvete
con el manto de la justicia de Dios,
ponte en la cabeza la corona gloriosa
del Eterno.
3 Dios
mostrará tu resplandor a toda criatura bajo el cielo.
4 Porque
Dios te llamará para siempre con el nombre de
«Paz de la justicia» y «Gloria de la
piedad».
5 Levántate,
Jerusalén, ponte en alto,
observa hacia oriente y contempla a
tus hijos reunidos,
desde donde sale el sol hasta el
ocaso,
por la palabra del Santo,
alegres porque Dios se acordó de
ellos.
6 Partieron
de ti a pie, llevados por los enemigos,
pero Dios te los devuelve en triunfo,
como sentados en un trono real.
7 Dios
mandó allanar toda alta montaña
y las rocas eternas,
y rellenar todo valle hasta nivelar la
tierra,
para que Israel camine seguro bajo la
gloria de Dios.
8 Por
orden de Dios, todas las selvas
y todo árbol de suave olor darán
sombra a Israel.
9 Porque
Dios conducirá a Israel con felicidad
a la luz de su gloria,
con la misericordia y justicia propias
de Él.
A modo de recapitulación, el libro
termina con un nuevo canto de consuelo, el cuarto del escrito. Se promete la
felicidad de la gloria para siempre, con connotaciones escatológicas. La nueva
Jerusalén recibirá un nombre simbólico, que expresa no sólo la pertenencia a
Dios, sino también sus propiedades esenciales: será «Paz de la justicia» y «Gloria
de la piedad» (v. 4), que es como decir «paz justa» y «piedad gloriosa».
Olimpiodoro comenta en sentido espiritual: «Puesto que Cristo es nuestra paz y
Él es nuestra justicia y nuestra gloria, y Él es ejemplo de nuestra ciudadanía
según la piedad, también nosotros recibimos de Él esos nombres» (Fragmenta in Baruch 5,4).
Los paralelos de este pasaje con la
literatura profética y sapiencial son numerosos: Is 40,4-5; 49,18-22; 60,1-4;
Jr 30,15-22; Sal 126; etc. Pero aún resulta más sugerente la relación de los
vv. 1-9 con la visión de la
Jerusalén mesiánica del Apocalipsis
de San Juan 21,1-4, que ya descubrió San Ireneo en su Adversus haereses, donde concluye: «No se puede dar una
interpretación alegórica a esto: todo es cierto, verdadero y concreto, y ha
sido querido por Dios para gloria de los hombres justos. Como verdaderamente
Dios es el que hace resucitar al hombre, así verdaderamente el hombre se
vigorizará con la incorruptibilidad y se fortalecerá, en el tiempo del Reino,
para poder acoger luego la gloria del Padre. Cuando todo sea renovado, habitará
verdaderamente en la ciudad de Dios» (5,35,2).
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