4 Y dijeron los nobles al rey:
—Este hombre [Jeremías] tiene que morir, porque, al decirles estas cosas, está desmoralizando a los combatientes que quedan en la ciudad y a toda la gente. Este hombre no busca el bien del pueblo, sino su desgracia.
5 El rey Sedecías respondió:
—Ahí lo tenéis en vuestras manos, pues nada puede hacer el rey en contra vuestra.
6 Agarraron entonces a Jeremías y lo echaron en el aljibe de Malquías, príncipe real, que está en el atrio de la guardia. Bajaron a Jeremías con cuerdas, pues en el aljibe no había agua sino lodo, y Jeremías se hundió en el lodo.
8 Salió Ébed-Mélec del palacio real y habló así al rey:
9 —Mi señor el rey, esos hombres han obrado mal en todo lo que han hecho con el profeta Jeremías metiéndolo en el aljibe. Allá abajo morirá de hambre, pues ya no hay pan en la ciudad.
10 El rey dio esta orden a Ébed-Mélec, el etíope:
—Toma contigo treinta hombres de aquí y saca al profeta Jeremías del aljibe antes de que muera.
Como el capítulo anterior, éste también contiene una narración sobre el arresto de Jeremías (vv. 1-13) y un diálogo con el rey (vv. 14-28). Jeremías insiste en sus recomendaciones de sometimiento pacífico y conversión interior, lo que suscita la animadversión de los nobles, partidarios de la política contraria. Temerosos quizá de matar a un enviado de Dios, lo encierran en una cisterna, de la que es rescatado por un funcionario extranjero. Tras la liberación, el profeta consigue vivir en el atrio de la guardia sin que aparentemente le molesten (v. 13). Un escritor eclesiástico, Olimpiodoro, veía en la prisión de Jeremías una figura de la pasión y resurrección de Jesucristo. Comentando el v. 6, explica: «El profeta se convierte en tipo del misterio de Cristo, que entregado por Pilatos a manos de los judíos, bajó al funesto y repugnante hades y resucitó de entre los muertos: pues también el profeta subió de nuevo de la cisterna, y la Escritura llama muchas veces al hades cisterna» (Fragmenta in Jeremiam 38,6).
Los relatos de todo este capítulo subrayan la distinta actitud del rey Sedecías y del profeta Jeremías. Sedecías buscaba con todo su ingenio y capacidad política salvar su vida y la de Judá haciendo frente a sus enemigos, pero perdió ambas, la vida y el territorio. En cambio, Jeremías predicaba la palabra de Dios sin amilanarse ante la sentencia de muerte que se pedía para él (v. 4), y cuando llegaron los babilonios salió de la cárcel y salvó su vida (v. 28). El comportamiento del profeta prepara la enseñanza de Jesús: «El que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 16,25).
En el Oficio de Lecturas de la Liturgia de las Horas (Domingo XXIII del tiempo ordinario) se lee gran parte de este pasaje, y en su responsorio se invita a servir con fidelidad al Señor, con la disposición de sobrellevar con entereza los sufrimientos que pudieran presentarse. Para ello se combinan algunas palabras de Jdt 8,23 (Vg) con otras de San Pablo referidas a situaciones análogas a las del profeta, que el Apóstol afrontó en su ministerio: «En todo nos acreditamos como ministros de Dios: con mucha paciencia, en tribulaciones, necesidades y angustias; en azotes y prisiones» (2 Co 6,4-5a).
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