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Establezco hostilidades entre tu estirpe y la de la mujer (Gn 3,9-15.20)

 

La Inmaculada Concepción – 1ª lectura

9 El Señor Dios llamó al hombre y le dijo:
—¿Dónde estás?
10 Éste contestó:
—Oí tu voz en el jardín y tuve miedo porque estaba desnudo; por eso me oculté.
11 Dios le preguntó:
—¿Quién te ha indicado que estabas desnudo? ¿Acaso has comido del árbol del que te prohibí comer?
12 El hombre contestó:
—La mujer que me diste por compañera me dio del árbol y comí.
13 Entonces el Señor Dios dijo a la mujer:
—¿Qué es lo que has hecho?
La mujer respondió:
—La serpiente me engañó y comí.
14 El Señor Dios dijo a la serpiente:
—Por haber hecho eso, maldita seas
entre todos los animales
y todas las bestias del campo.
Te arrastrarás sobre el vientre,
y polvo comerás todos los días de tu vida.
15 Pondré enemistad entre ti y la mujer,
entre tu linaje y el suyo;
él te herirá en la cabeza,
mientras tú le herirás en el talón.
20 El hombre llamó a su mujer Eva, porque ella habría de ser la madre de todos los vivientes.

Comentario a Gn 3,9-15.20

El texto que escuchamos en la primera lectura de la Santa Misa se enmarca en el relato del primer pecado. «El relato de la caída (Gn 3) utiliza un lenguaje hecho de imágenes, pero afirma un acontecimiento primordial, un hecho que tuvo lugar al comienzo de la historia del hombre. La Revelación nos da la certeza de fe de que toda la historia humana está marcada por el pecado original libremente cometido por nuestros primeros padres» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 390).

La Biblia nos enseña aquí el origen del mal, de todos los males que padece la humanidad, y especialmente de la muerte. El mal no viene de Dios, que creó al hombre para que viviese feliz y en amistad con Él, sino del pecado, es decir, del hecho de que el hombre quebrantó el mandamiento divino, destruyendo así la felicidad para la que fue creado y la armonía con Dios, consigo mismo, y con la creación. «El hombre, tentado por el diablo, dejó morir en su corazón la confianza hacia su Creador (cfr Gn 3,1-11), y, abusando de su libertad desobedeció el mandamiento de Dios. En esto consistió el primer pecado del hombre (cfr Rm 5,19). En adelante todo pecado será una desobediencia a Dios y una falta de confianza en su bondad» (ibidem, n. 397).

En la descripción de ese pecado de origen y de sus consecuencias el autor sagrado se sirve del lenguaje simbólico —así el jardín, el árbol, la serpiente— para expresar una gran verdad de orden histórico y religioso: que el hombre al comienzo de su andadura en la tierra desobedeció a Dios, y que ésa es la causa de que exista el mal. Se descubre, al mismo tiempo, el proceso y las consecuencias de todo pecado, en el que «los ojos del alma se embotan; la razón se cree autosuficiente para entender todo, prescindiendo de Dios. Es una tentación sutil, que se ampara en la dignidad de la inteligencia, que nuestro Padre Dios ha dado al hombre para que lo conozca y lo ame libremente. Arrastrada por esa tentación, la inteligencia humana se considera el centro del universo, se entusiasma de nuevo con el “seréis como dioses” (Gn 3,15) y, al llenarse de amor por sí misma, vuelve la espalda al amor de Dios» (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 6).

A partir del versículo 7 se van viendo los efectos del pecado de origen. El hombre y la mujer han conocido el mal y lo proyectan, antes que nada, a lo que les es más propio e inmediato: sus propios cuerpos. Se ha roto la armonía interior descrita en Gn 2,25, y surge la concupiscencia. Se rompe al mismo tiempo la amistad con Dios, y el hombre rehúye su presencia para no ser visto en su desnuda realidad. ¡Como si su Creador no le conociese! Se rompe también la armonía entre el hombre y la mujer: él echa la culpa a ella, y ella a la serpiente. Pero los tres han tenido su parte de responsabilidad, por lo que a los tres se les va a anunciar el castigo.

«La armonía en la que se encontraban, establecida gracias a la justicia original, queda destruida; el dominio de las facultades espirituales del alma sobre el cuerpo se quiebra (cfr Gn 3,7); la unión entre el hombre y la mujer es sometida a tensiones (cfr Gn 3,11-13); sus relaciones estarán marcadas por el deseo y el dominio (cfr Gn 3,16). La armonía con la creación se rompe; la creación visible se hace para el hombre extraña y hostil (cfr Gn 3,17.19). A causa del hombre la creación es sometida a la “servidumbre de la corrupción” (Rm 8,21). Por fin la consecuencia explícitamente anunciada para el caso de desobediencia (cfr Gn 2,17), se realizará: el hombre “volverá al polvo del que fue tomado” (Gn 3,19). La muerte hace su entrada en la historia de la humanidad (cfr Rm 5,12)» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 400).

El castigo que Dios impone a la serpiente (vv. 14-15) incluye el enfrentamiento permanente entre la mujer y el diablo, entre la humanidad y el mal, con la promesa de la victoria por parte del hombre. Por eso se ha llamado a este pasaje el «Protoevangelio»: porque es el primer anuncio que recibe la humanidad de la buena noticia del Mesías redentor. Es obvio que herir en la cabeza es producir una herida mortal, mientras que la herida en el talón es curable.

Como enseña el Concilio Vaticano II, «Dios, creándolo todo y conservándolo por su Verbo (cfr Jn 1,3), da a los hombres testimonio perenne de sí en las cosas creadas (cfr Rm 1,19-20), y, queriendo abrir el camino de la salvación sobrenatural, se manifestó además personalmente a nuestros primeros padres ya desde el principio. Después de su caída alentó en ellos la esperanza de la salvación (cfr Gn 3,15) con la promesa de la redención, y tuvo incesante cuidado del género humano, para dar la vida eterna a todos cuantos buscan la salvación con la perseverancia en las buenas obras (cfr Rm 2,6-7)» (Dei Verbum, n. 3).

La victoria contra el diablo la llevará a cabo un descendiente de la mujer, el Mesías. La Iglesia siempre ha entendido estos versículos en sentido mesiánico, referidos a Jesucristo; y ha visto en la mujer, madre del Salvador prometido, a la Virgen María como nueva Eva. «Estos primeros documentos, tal como son leídos en la Iglesia y son entendidos a la luz de una ulterior y más plena revelación, cada vez con mayor claridad iluminan la figura de la mujer Madre del Redentor; ella misma, bajo esta luz, es insinuada proféticamente en la promesa de victoria sobre la serpiente, dada a nuestros primeros Padres, caídos en pecado (cfr Gn 3,15). (...) Por eso no pocos padres antiguos, en su predicación, gustosamente afirman: “El nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María; lo que ató la virgen Eva por la incredulidad, la Virgen María lo desató por la fe” (S. Ireneo, Adversus haereses 3,22,4); y, comparándola con Eva, llaman a María “Madre de los vivientes” (S. Epifanio, Adversus haereses Panarium 78,18), y afirman con mayor frecuencia: “la muerte vino por Eva, por María la vida” (S. Jerónimo, Epistula 22,21; etc.)» (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, nn. 55-56).

En efecto, la mujer va a tener un papel importantísimo en esa victoria sobre el diablo, hasta el punto de que ya San Jerónimo, en su traducción de la Biblia al latín, la Vulgata, interpreta: «ella (la mujer) te pisará la cabeza». Esa mujer es la Santísima Virgen, nueva Eva y madre del Redentor, que participa de forma anticipada y preeminente en la victoria de su Hijo. En ella nunca hizo mella el pecado y la Iglesia la proclama como la Inmaculada Concepción.

Si Dios no impidió que el primer hombre pecara fue, según explica Santo Tomás, porque «Dios, en efecto, permite que los males se hagan para sacar de ellos un mayor bien. De ahí las palabras de San Pablo: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5,20). Y el canto del Exultet: “¡Oh feliz culpa que mereció tal y tan grande Redentor!”» (Summa theologiae 3,1,3 ad 3; cfr Catecismo de la Iglesia Católica, n. 412).

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