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La sabiduría de la gente sencilla (Si 3,17-18.20.28-29)

22º domingo del Tiempo ordinario – C. 1ª lectura
17  Hijo, haz las cosas con mansedumbre,
y serás amado por el hombre de valía.
18 Cuanto más grande seas, tanto más debes humillarte,
y encontrarás gracia ante el Señor.
20 porque el poder del Señor es grande,
y es alabado por los humildes.
28 Para llaga de soberbio no hay curación,
porque la planta del mal ha echado en él sus raíces.
29 El corazón del prudente meditará los proverbios,
y oído atento es lo que desea el sabio.
Corazón sabio y prudente se guardará de pecar,
y por la buenas obras prosperará.
El texto trata de una virtud fundamental para el amante de la sabiduría: la humildad para reconocer las propias carencias y abrirse confiadamente con ánimo de aprender. En el contexto en que Ben Sirac escribió su obra, la filosofía griega y los nuevos conocimientos deslumbraban a muchos. Algunos abandonaban la Ley de Dios y la enseñanza tradicional de Israel para seguir a los maestros extranjeros. El orgullo de la razón, que se consideraba capaz de encontrar respuestas para todo, les impedía acoger con sencillez las verdades que Dios había puesto al alcance de quienes lo buscan sinceramente.
Forma parte del legado del Antiguo Testamento la idea de que Dios concede su favor a los humildes (cfr Pr 3,34; Sal 25,14). El Nuevo Testamento pone en boca de Santa María en el canto del Magnificat una expresión llena de gozo al experimentar esa realidad. La Virgen se siente humilde esclava del Señor y proclama que Dios la ha favorecido escogiéndola como instrumento para manifestar la salvación a su pueblo. De ahí que pueda clamar: «Porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava; por eso desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones» (Lc 1,48).
En la línea de los consejos del Sirácida grandes pensadores como San Buenaventura han visto la necesidad ineludible de la piedad humilde para alcanzar la verdad: «No es suficiente la lectura sin el arrepentimiento, el conocimiento sin la devoción, la búsqueda sin el impulso de la sorpresa, la prudencia sin la capacidad de abandonarse a la alegría, la actividad disociada de la religiosidad, el saber separado de la caridad, la inteligencia sin la humildad, el estudio no sostenido por la divina gracia, la reflexión sin la sabiduría inspirada por Dios» (Itinerarium mentis in Deum, Prol. 4).

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