4º domingo de Cuaresma – C. 2ª lectura
17 Por
tanto, si alguno está en Cristo, es una nueva criatura: lo viejo pasó, ya ha
llegado lo nuevo. 18 Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió
consigo por medio de Cristo y nos confirió el ministerio de la reconciliación. 19
Porque en Cristo, Dios estaba reconciliando al mundo consigo, sin
imputarle sus delitos, y puso en nosotros la palabra de reconciliación. 20
Somos, pues, embajadores en nombre de Cristo, como si Dios os exhortase
por medio de nosotros. En nombre de Cristo os rogamos: reconciliaos con Dios. 21 A él, que no
conoció pecado, lo hizo pecado por nosotros, para que llegásemos a ser en él
justicia de Dios.
El Apóstol acaba de dar razón
de su comportamiento, insistiendo en que es honesto y claro (vv. 11-13). El motor
de su modo de actuar es «el amor de Cristo» (v. 14), que en este contexto puede
entenderse tanto del amor de Cristo a los hombres como de éstos a Cristo.
Al exponer este amor, hace un apretado resumen del contenido de la Redención (vv. 15-17):
Dios ha reconciliado a los hombres con Él por medio de Jesucristo, que cargó
sobre sí nuestros pecados y murió por todos los hombres. «Todo lo que el Hijo
de Dios obró y enseñó para la reconciliación del mundo, no lo conocemos
solamente por la historia de sus acciones pasadas, sino que lo sentimos también
por la eficacia de lo que él realiza en el presente» (S. León Magno, Tractatus 63; cfr De passione Domini 12,6).
Además, Dios ha constituido a los Apóstoles embajadores de Cristo para
llevar a los hombres la palabra de la reconciliación (v. 19): «La Iglesia erraría en un
aspecto esencial de su ser y faltaría a una función suya indispensable, si no
pronunciara con claridad y firmeza, a tiempo y a destiempo, la “palabra de
reconciliación” y no ofreciera al mundo el don de la reconciliación. Conviene
repetir aquí que la importancia del servicio eclesial de reconciliación se
extiende, más allá de los confines de la Iglesia , a todo el mundo» (Juan Pablo II, Reconciliatio et paenitentia, n. 23).
Éste es el conocimiento que Pablo posee de Jesucristo, frente al que poseía
antes de convertirse, cuando sólo veía a Cristo «según la carne» (v. 16).
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