3º domingo de Cuaresma –C. Evangelio
Comentario a Lucas 13,1-9
Jesús se servía de los sucesos del momento para enseñar. Ahora explica que aquellas dos desgracias (vv. 1.4) no hay que atribuirlas a los pecados de quienes murieron —como se pensaba comúnmente en aquel entonces—, sino que son una llamada a la conversión. Todo es signo del Señor y, por tanto, ocasión para volver a Dios: «Recorramos todas las etapas de la historia y veremos cómo en cualquier época el Señor ha concedido oportunidad de arrepentirse a todos los que han querido convertirse a Él» (S. Clemente Romano, Ad Corinthios 7,5).
La parábola de la higuera (vv. 6-9) es una glosa del último versículo del pasaje anterior (13,5): la necesidad de convertirse para no perecer eternamente. La higuera que no da frutos, en los otros dos sinópticos (Mt 21,18-22; Mc 11,12-25), simboliza el Templo, que daba apariencia de frutos, pero que era estéril. En algunos textos del Antiguo Testamento (Jr 8,13: Os 9,10), la higuera simboliza a Israel, el pueblo de Dios cuando tiene que dar frutos y no los da. También la viña (v. 6) es una imagen frecuente para simbolizar a Israel (Is 3,14; 5,7; Jr 12,10; etc.). En el trasfondo de la parábola puede verse que Jesús es el viñador (v. 7) con el que Dios le da una última oportunidad a su pueblo. La parábola, para aquellos hombres, y para nosotros, es una advertencia y un aviso: Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (cfr Ez 33,11), y «tiene paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie se pierda, sino que todos se conviertan» (2 P 3,9), pero exige obras que avalen la conversión: «La grandeza del hombre consiste en su semejanza con Dios, con tal de que la conserve. Si el alma hace buen uso de las virtudes plantadas en ella, entonces será de verdad semejante a Dios. Él nos enseñó, por medio de sus preceptos, que debemos ofrecerle frutos de todas las virtudes que sembró en nosotros al crearnos. (...) Amando a Dios es como renovamos en nosotros su imagen. (...) Pero el amor verdadero no se practica sólo de palabra, sino de verdad y con obras» (S. Columbano, Instructiones 11,1-2).
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