5º domingo de Cuaresma –C. Evangelio
1 Jesús
marchó al Monte de los Olivos. 2 Muy de mañana volvió de nuevo al
Templo, y todo el pueblo acudía a él; se sentó y se puso a enseñarles.
3 Los
escribas y fariseos trajeron a una mujer sorprendida en adulterio y la pusieron
en medio.
4 —Maestro
—le dijeron—, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. 5 Moisés
en la Ley nos
mandó lapidar a mujeres así; ¿tú qué dices? 6 —se lo decían
tentándole, para tener de qué acusarle.
Pero Jesús, se agachó y se puso a
escribir con el dedo en la tierra.
7 Como
ellos insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo:
—El que de vosotros esté sin pecado
que tire la piedra el primero.
8 Y
agachándose otra vez, siguió escribiendo en la tierra. 9 Al oírle,
empezaron a marcharse uno tras otro, comenzando por los más viejos, y quedó
Jesús solo, y la mujer, de pie, en medio. 10 Jesús se incorporó y le
dijo:
—Mujer, ¿dónde están? ¿Ninguno te ha
condenado?
11 —Ninguno,
Señor —respondió ella.
Le dijo Jesús:
—Tampoco yo te condeno; vete y a partir
de ahora no peques más.
Aunque este episodio falta en bastantes códices antiguos, la Tradición de la Iglesia lo considera
inspirado y canónico. Su omisión podría haberse debido a que la misericordia de
Jesús hacia esta mujer habría parecido a algunos espíritus demasiado rigoristas
una ocasión de relajamiento en las exigencias morales. En todo caso, el
episodio viene a confirmar cómo es el juicio de Jesús (8,15): siendo el Justo,
no condena; en cambio aquéllos, siendo pecadores, dictan sentencia de muerte.
«Conviene avisar que nunca de tal manera nos transportemos en mirar la divina
misericordia, que no nos acordemos de la justicia; ni de tal manera miremos la
justicia, que no nos acordemos de la misericordia; porque ni la esperanza
carezca de temor, ni el temor de la esperanza» (Fray Luis de Granada, Vida de Jesús 13).
La respuesta de Jesús (v. 7) alude al modo de practicar la lapidación
entre los judíos: los testigos del delito tenían que arrojar las primeras
piedras, después seguía la comunidad, para, de algún modo, borrar
colectivamente el oprobio que recaía sobre el pueblo (cfr Dt 17,7). La
cuestión, planteada desde un punto de vista legal, es elevada por Jesús al
plano moral —que sostiene y justifica el legal— interpelando a la conciencia de
cada uno. No viola la Ley ,
dice San Agustín, y al mismo tiempo no quiere que se pierda lo que Él estaba
buscando, porque había venido a salvar lo que estaba perdido: «Mirad qué
respuesta tan llena de justicia, de mansedumbre y de verdad. ¡Oh verdadera
contestación de la Sabiduría !
Lo habéis oído: “Cúmplase la Ley ,
que sea apedreada la adúltera”. Pero, ¿cómo pueden cumplir la Ley y castigar a aquella mujer
unos pecadores? Mírese cada uno a sí mismo, entre en su interior y póngase en
presencia del tribunal de su corazón y de su conciencia, y se verá obligado a
confesarse pecador. Sufra el castigo aquella pecadora, pero no por mano de
pecadores; ejecútese la Ley ,
pero no por sus transgresores» (S. Agustín, In
Ioannis Evangelium 33,5).
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