31º domingo del Tiempo ordinario – A .
2ª lectura
7b Como
una madre que da alimento y calor a sus hijos, 8 así, movidos por
nuestro amor, queríamos entregaros no sólo el Evangelio de Dios, sino incluso
nuestras propias vidas, ¡tanto os llegamos a querer! 9 Pues
recordáis, hermanos, nuestro esfuerzo y nuestra fatiga: trabajando día y noche,
para no ser gravosos a ninguno de vosotros, os predicamos el Evangelio de Dios.
13 Y
por eso también nosotros damos gracias a Dios sin cesar, porque, cuando
recibisteis la palabra que os predicamos, la acogisteis no como palabra humana,
sino como lo que es en verdad: palabra divina, que actúa eficazmente en
vosotros, los creyentes.
La obra de la evangelización requiere amar a aquellos a quienes se
dirige, pero no sólo con el afecto de un pedagogo, sino con el amor de un
padre; o mejor aún, como el de una madre (vv. 7-12) que atiende todas las
necesidades de su hijo, pero mira más allá del momento presente. Así el Apóstol
cuida de los fieles que acaban de nacer a la fe «como la madre que gusta de
nutrir a su pequeño pero no desea que permanezca pequeño. Lo lleva en su seno,
lo atiende con sus manos, lo consuela con sus caricias, lo alimenta con su
leche. Todo esto hace al pequeño, pero desea que crezca para no tener que hacer
siempre tales cosas» (S. Agustín, Sermones
23,3). De modo análogo, la predicación del Evangelio requiere toda clase de
atenciones, pero ha de ofrecer certezas sólidas basadas en la palabra de Dios
que permitan el arraigo, desarrollo y madurez en la fe de quienes la han
recibido.
Además, San Pablo no se limitó a predicar en la sinagoga o en otros
lugares públicos, o en las reuniones litúrgicas cristianas. Se ocupó de las
personas en particular (v. 11); con el calor de una confidencia amistosa daba
a cada uno aliento y consuelo, y les enseñaba cómo debían comportarse en su
vida de modo coherente con la fe. Esta tarea apostólica, como lo muestra la
vida de los primeros cristianos, no es competencia exclusiva de los pastores de
almas, sino que corresponde a todos los fieles. El Concilio Vaticano II ha
enseñado que una forma peculiar de apostolado individual «es el testimonio que
pueden ofrecer los laicos de toda una vida que surge de la fe, de la esperanza
y de la caridad. Con el apostolado de la palabra, absolutamente necesario en
determinadas circunstancias, los laicos anuncian a Cristo, explican su
doctrina, la difunden cada uno según su condición y capacidad, y la profesan
con fidelidad» (Apostolicam actuositatem,
n. 16). Se trata, en definitiva, de hacer que las personas que nos rodean se
encuentren con Dios. «Cuando descubrís algo de provecho, procuráis atraer a los
demás —comenta San Gregorio Magno—. Tenéis, pues, que desear que otros os
acompañen por los caminos del Señor. Si vais al foro o a los baños y topáis con
alguno que se encuentra desocupado, le invitáis a que os acompañe. Aplicad a lo
espiritual esta costumbre terrena, y cuando vayáis a Dios no lo hagáis solos» (Homiliae in Evangelia 6,6).
La predicación es en verdad palabra de Dios (v. 13), no sólo porque en
ella se transmite fielmente la divina revelación, sino también porque el mismo
Dios habla por medio de los que la anuncian (cfr 2 Co 5,20). Por eso, «la
palabra de Dios es viva y eficaz» (Hb 4,12). «La fe se suscita en el corazón de
los no creyentes y se alimenta en el corazón de los creyentes con la palabra de
salvación. Con la fe empieza y se desarrolla la comunidad de los creyentes»
(Conc. Vaticano II, Presbyterorum ordinis,
n. 4).
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