31º domingo del Tiempo ordinario – A .
Evangelio
1 Entonces
Jesús habló a las multitudes y a sus discípulos 2 diciendo:
—En la cátedra de Moisés se han
sentado los escribas y los fariseos. 3 Haced y cumplid todo cuanto
os digan; pero no obréis como ellos, pues dicen pero no hacen. 4 Atan
cargas pesadas e insoportables y las echan sobre los hombros de los demás, pero
ellos ni con uno de sus dedos quieren moverlas. 5 Hacen todas sus
obras para que les vean los hombres. Ensanchan sus filacterias y alargan sus
franjas. 6 Anhelan los primeros puestos en los banquetes, los
primeros asientos en las sinagogas 7 y que les saluden en las
plazas, y que la gente les llame rabbí. 8 Vosotros, al contrario, no
os hagáis llamar rabbí, porque sólo uno es vuestro maestro y todos vosotros
sois hermanos. 9 No llaméis padre vuestro a nadie en la tierra,
porque sólo uno es vuestro Padre, el celestial. 10 Tampoco os dejéis
llamar doctores, porque vuestro doctor es uno sólo: Cristo. 11 Que
el mayor entre vosotros sea vuestro servidor. 12 El que se ensalce
será humillado, y el que se humille será ensalzado.
Aquí, como en otros lugares del Nuevo Testamento, no debe verse una
condena general de los escribas y fariseos. De hecho, al final del discurso
(v. 34), el Señor habla de escribas que sufrirán los mismos rigores que Él, y
en otro lugar (cfr 13,52) da por supuesta la existencia de escribas cristianos
que enseñarán los misterios del Reino de los Cielos a los discípulos. Ahora
bien, en su conjunto, estamos ante una dura acusación a aquellos escribas y
fariseos que en su conducta se guiaban más por aparentar externamente que por
vivir de acuerdo con la verdad.
El discurso consta de dos partes: la primera (vv. 1-12) está dirigida
al pueblo y a sus discípulos; la segunda —los célebres «ayes» (vv. 13-32)—, a
aquellos escribas y fariseos. En ambas es posible descubrir un motivo común:
con sus palabras, Cristo no pretende abolir la doctrina de la Ley enseñada por escribas y
fariseos (cfr vv. 3 y 23), sino purificarla y llevarla a su plenitud.
En el comienzo (vv. 1-12), se pone en contraste la conducta de
escribas y fariseos con la que debe ser la de los maestros cristianos.
Aquellos «dicen pero no hacen» (v. 3) y apetecen ser los primeros (v. 6); los
cristianos debemos servir y humillarnos (vv. 11-12). Jesús lo ejemplifica de
una manera concreta (vv. 7-10): rabbí, padre y doctor eran títulos honoríficos
que se daban a quienes enseñaban la
Ley de Moisés. Cuando Jesús dice a sus discípulos que no
acepten estos títulos, está indicando que el cristiano debe buscar el servicio,
no el honor. San Agustín lo resumía muy bien en una conocida frase: «Somos
rectores y somos también siervos: presidimos, pero si servimos» (S. Agustín, Sermones 340A).
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