26º domingo del Tiempo ordinario – A .
2ª lectura
1 Así
pues, por la consolación en Cristo y por el consuelo de la caridad, por la
comunión en el Espíritu y por las entrañas de misericordia, 2 colmad
mi gozo con vuestro mismo sentir, con vuestra misma caridad y concordia y con
vuestros mismos anhelos. 3 No actuéis por rivalidad ni por
vanagloria, sino con humildad, considerando cada uno a los demás como
superiores, 4 buscando no el propio interés, sino el de los demás.
5 Tened
entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús,
6 el
cual, siendo de condición divina,
no consideró como presa codiciable
el ser igual a Dios,
7 sino
que se anonadó a sí mismo
tomando la forma de siervo,
hecho semejante a los hombres;
y, mostrándose igual que los demás
hombres,
8 se
humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte,
y muerte de cruz.
9 Y
por eso Dios lo exaltó
y le otorgó el nombre
que está sobre todo nombre;
10 para
que al nombre de Jesús toda rodilla se doble
en los cielos, en la tierra y en los
abismos,
11 y
toda lengua confiese:
«¡Jesucristo es el Señor!»,
para gloria de Dios Padre.
El mayor gozo del Apóstol es la unidad de los cristianos, basada en la
caridad y en el ejemplo de Cristo.
Él es quien nos ha dado el más grande ejemplo de humildad, como queda
patente en los versículos siguientes, donde se conserva uno de los textos más
antiguos del Nuevo Testamento sobre la divinidad de Jesucristo. Quizá es un
himno utilizado por los primeros cristianos que San Pablo retoma. En él se
canta la humillación y la exaltación de Cristo. El Apóstol, teniendo presente
la divinidad de Cristo, centra su atención en la muerte de cruz como ejemplo
supremo de humildad y obediencia. «¿Qué hay de más humilde —se pregunta San
Gregorio de Nisa— en el Rey de los seres que el entrar en comunión con nuestra
pobre naturaleza? El Rey de Reyes y Señor de Señores se reviste de la forma de
nuestra esclavitud; el Juez del universo se hace tributario de príncipes
terrenos; el Señor de la creación nace en una cueva; quien abarca el mundo
entero no encuentra lugar en la posada (...); el puro e incorrupto se reviste
de la suciedad de la naturaleza humana, y pasando a través de todas nuestras necesidades,
llega hasta la experiencia de la muerte» (De
beatitudinibus 1).
Al principio del himno (vv. 6-8) se evoca el contraste entre
Jesucristo y Adán, que siendo hombre ambicionó ser como Dios (cfr Gn 3,5). Por
el contrario, Jesucristo, siendo Dios, «se anonadó a sí mismo» (v. 7). «Al
afirmar que se anonadó no indicamos otra cosa sino que tomó la condición de
siervo, no que perdiera la divina. Permaneció inmutable la naturaleza en la
que, existiendo en condición divina, es igual al Padre, y asumió la nuestra
mudable, en la cual nació de la
Virgen » (S. Agustín, Contra
Faustum 3,6).
La obediencia de Cristo hasta la cruz (v. 8) repara la desobediencia
del primer hombre. «El Hijo unigénito de Dios, Palabra y Sabiduría del Padre,
que estaba junto a Dios en la gloria que había antes de la existencia del
mundo, se humilló y, tomando la forma de esclavo, se hizo obediente hasta la
muerte, con el fin de enseñar la obediencia a quienes sólo con ella podían
alcanzar la salvación» (Orígenes, De
principiis 3,5,6).
Dios Padre, al resucitar a Jesús y sentarlo a su derecha (vv. 9-11),
concedió a su Humanidad el poder manifestar la gloria de la divinidad que le
corresponde —«el nombre que está sobre todo nombre», es decir, el nombre de
Dios—. Sin embargo, «esta expresión “le exaltó” no pretende significar que haya
sido exaltada la naturaleza del Verbo (...). Términos como “humillado” y
“exaltado” se refieren únicamente a la dimensión humana. Efectivamente, sólo lo
que es humilde es susceptible de ser ensalzado» (S. Atanasio, Contra Arianos 1,41).
Todas las criaturas quedaron sometidas a su poder, y los hombres
deberán confesar la verdad fundamental de la doctrina cristiana: «Jesucristo es
el Señor». La palabra griega Kyrios
empleada por San Pablo en esta fórmula es utilizada por la antigua versión
griega llamada de los Setenta para traducir del hebreo el nombre de Dios. De
ahí que esa fórmula sea una proclamación de que Jesucristo es Dios.
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