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Predica con ocasión y sin ella (2 Tm 3,14—4,2)

29º domingo del Tiempo ordinario – C. 2ª lectura
14 Tú, permanece firme en lo que has aprendido y creído, ya que sabes de quiénes lo aprendiste, 15 y porque desde niño conoces la Sagrada Escritura, que puede darte la sabiduría que conduce a la salvación por medio de la fe en Cristo Jesús. 16 Toda la Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para argumentar, para corregir y para educar en la justicia, 17 con el fin de que el hombre de Dios esté bien dispuesto, preparado para toda obra buena.
4,1 En la presencia de Dios y de Cristo Jesús, que va a juzgar a vivos y muertos, por su manifestación y por su reino, te advierto seriamente: 2 predica la palabra, insiste con ocasión y sin ella, reprende, reprocha y exhorta siempre con paciencia y doctrina.
Se exhorta a Timoteo a leer la Sagrada Escritura (el Antiguo Testamento) que su madre y su abuela le enseñaron a estimar desde niño, pues los libros de la Escritura Santa están inspirados por Dios. Por esa razón gozan de una pecu­liar autoridad en la Iglesia, porque la «revelación que la Sagrada Escritura contiene y ofrece ha sido puesta por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo. (...) Como todo lo que afirman los hagiógrafos, o autores inspirados, lo afirma el Espíritu Santo, se sigue que los libros sagrados enseñan sólidamente, fielmente y sin error la verdad que Dios hizo consignar en dichos libros para salvación nuestra» (Conc. Vaticano II, Dei Verbum, n. 11). Por eso la Iglesia y los santos han recomendado siempre su lectura: «Lee muy a menudo las divinas Escrituras, o, por decir mejor, que nunca la lectura sagrada se te caiga de las manos» (S. Jerónimo, Epistulae 52,7).
«Hombre de Dios» (v. 17). Con esta expresión se designaba en el Antiguo Testamento a personas que cumplieron alguna misión especial de parte de Dios, como Moisés (Dt 33,1; Sal 40,1), Samuel (1 S 9,6-7), Elías y Eliseo (1 R 17,18; 2 R 4,7.27.42). Aquí se aplica a Timoteo, en cuanto que, por la consagración, ha recibido de Dios un ministerio en la Iglesia. Por la ordenación «el sacerdote es fundamentalmente un hombre consagrado, un hombre de Dios (1 Tm 6,11). (...) El sacerdocio ministerial en el Pueblo de Dios es algo más que un oficio público y sacro ejercido en servicio de la comunidad de los fieles: es, fundamentalmente y antes que cualquier otra cosa, una configuración, una transformación sacramental y misteriosa de la persona del hombre-sacerdote en la persona del mismo Cristo, único mediador (cfr 1 Tm 2,55)» (Álvaro del Portillo, Escritos sobre el Sacerdocio 83-84).
El tono solemne de la exhortación que sigue viene marcado por una fórmula severa, inspirada en los protocolos grecorroma­nos de sucesión, que obligaba a los herederos a cumplir la voluntad del testador: «Te advierto seriamente», o «te conjuro». Y es que la predicación del Evangelio (v. 2) es una grave responsabilidad de quien preside una comunidad cristiana. Así lo hace notar el Concilio Vaticano II: «Entre los oficios principales de los Obispos se destaca la predicación del Evangelio. Porque los Obispos son los pregoneros de la fe que ganan nuevos discípulos para Cristo y son los maes­tros auténticos, es decir, herederos de la autoridad de Cristo, que predican al pueblo que les ha sido encomendado la fe que ha de creerse y ha de aplicarse a la vida, la ilustran con la luz del Espíritu Santo, extrayendo del tesoro de la Revelación las cosas nuevas y las cosas viejas (cfr Mt 13,52), la hacen fructificar y con vigilancia apartan de la grey los errores que la amenazan (cfr 2 Tm 4,1-4)» (Lumen gentium, n. 25).
Las palabras del Apóstol están llenas de prudencia y sabiduría, de ahí que en la tradición cristiana se hayan tomado como una referencia segura en la tarea de orientar a los demás. Así, por ejemplo, escribe San Benito: «En su gobierno debe el abad observar siempre aquella norma del Apóstol que dice: reprende, reprocha, exhorta; es decir, que combinando tiempos y circunstancias, y el rigor con la dulzura, muestre la severidad del maestro y el piadoso afecto del padre» (Regula 2,23-25).

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