32º domingo del Tiempo ordinario – C.
1ª lectura
1Sucedió
que siete hermanos, que habían sido detenidos con su madre, eran obligados por
el rey a comer carne de cerdo prohibida, flagelándoles con látigos y vergajos. 2Uno
de ellos, haciendo de portavoz, habló así:
—¿Qué quieres preguntarnos o saber de nosotros?
Estamos dispuestos a morir antes que transgredir las leyes de nuestros padres.
El segundo, 9estando en el último suspiro
dijo:
—Tú, malvado, nos borras de la vida presente, pero
el rey del mundo nos resucitará a una vida nueva y eterna a quienes hemos
muerto por sus leyes.
10Después
de éste comenzó a ser torturado el tercero, y, cuando se lo mandaron, sacó
inmediatamente la lengua y extendió voluntariamente las manos. 11Y
dijo con dignidad:
—De Dios he recibido estos miembros, y, por sus
leyes, los desprecio; pero espero obtenerlos nuevamente de Él.
12De
esta forma el rey mismo y los que le acompañaban quedaron admirados de la
valentía del joven, como si no diera ninguna importancia a los tormentos.
13Muerto
éste, empezaron a torturar al cuarto aplicándole los mismos tormentos; 14y
cuando estaba en las últimas habló de este modo:
—Es preferible morir a manos de los hombres con la
esperanza que Dios da de ser resucitados de nuevo por Él; para ti, en cambio,
no habrá resurrección a la vida.
Este capítulo es uno de los pasajes más conocidos y
populares de la historia de los Macabeos, hasta el punto de que, de forma
impropia, tradicionalmente se suele dar a estos hermanos el nombre de
«macabeos». El autor sagrado no recuerda sus nombres ni el lugar de la escena;
y la presencia del rey tiene carácter retórico. La valentía de estos jóvenes
aparece como el efecto del buen ejemplo dado por Eleazar (cfr 6,28). La
intervención de la madre divide la escena en dos partes: la primera con el
martirio de los seis hermanos mayores (vv. 2-19); la segunda con el martirio
del menor y de la madre (vv. 20-41).
En la primera parte aparece progresivamente la
afirmación de la resurrección de los justos y el castigo de los malvados. Cada
una de las respuestas de los seis primeros hermanos contiene un aspecto de esa
verdad. El primero afirma que los justos prefieren morir antes que pecar (v. 2)
porque Dios les premiará (v. 6); el segundo, que Dios les resucitará a una vida
nueva (v. 9); el tercero, que resucitarán con sus cuerpos rehechos (v. 11); el
cuarto, que para los malvados no habrá «resurrección a la vida» (v. 14); el
quinto, que para los malvados habrá castigo (v. 17); y el sexto, que cuando el
justo sufre se debe a que es castigado por el pecado (v. 18).
En la segunda parte, tanto la madre como el hermano
menor reafirman la doctrina anterior; pero éste último ofrece un aspecto nuevo,
afirmando que la muerte aceptada por los justos tiene un valor expiatorio en
favor de todo el pueblo (v. 37-38).
La resurrección de los muertos, que «fue revelada
progresivamente por Dios a su pueblo» (Catecismo
de la Iglesia
Católica , n. 992), se apoya primero en las palabras de
Moisés acerca de que Dios consolará a sus siervos (v. 6; cfr Dt 32,36), y si
éstos mueren prematuramente recibirán el consuelo en la otra vida. Es el
argumento del primero de los hermanos, que supone que Dios «mantiene fielmente
su Alianza con Abraham y su descendencia» (ibidem,
n. 992). En el razonamiento de la madre (vv. 27-28) la fe en la resurrección se
impone «como una consecuencia intrínseca de la fe en un Dios creador del hombre
todo entero, alma y cuerpo» (ibidem,
n. 992). Nuestro Señor Jesucristo ratifica la resurrección de los muertos y la
une a la fe en Él (cfr Jn 5,24-25; 11,25); al mismo tiempo purifica la
representación de la resurrección que tenían los fariseos, resultado de una
interpretación meramente materialista (cfr Mc 12,18-27; 1 Co 15,35-53).
Muchos Santos Padres, entre los que destacan San
Gregorio Nacianceno (Orationes 15,22),
San Ambrosio (De Iacob et vita beata
2,10,44-57), San Agustín (In Epistolam
Ioannis 8,7), o San Cipriano (Ad
Fortunatum 11), dedicaron encendidas alabanzas a estos siete hermanos
mártires y a su madre. San Juan Crisóstomo nos invita a imitarlos cuando nos
invade la tentación: «Toda la moderación que ellos mostraron en los peligros,
igualémosla nosotros con la paciencia y la templanza contra las concupiscencias
irracionales, contra la ira, la avaricia de las riquezas, las pasiones del
cuerpo, la vanagloria y todas las otras semejantes. Pues si dominamos su llama,
como aquéllos dominaron la del fuego, podremos estar cerca de ellos y ser
participantes de su confianza y libertad» (S. Juan Crisóstomo, Homiliae in Maccabaeos 1,3).
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