28º domingo del Tiempo ordinario – C.
1ª lectura
14Naamán bajó y se metió siete veces en el Jordán,
conforme a la palabra del hombre de Dios, y entonces su carne se volvió como la
carne de un niño, y quedó limpio.
15Volvió con todo su acompañamiento adonde estaba el
hombre de Dios, entró y se detuvo ante él diciendo:
—Reconozco
ciertamente que no hay otro Dios en toda la tierra sino el Dios de Israel.
Ahora, por favor, recibe un regalo de tu siervo.
16Le respondió:
—Por la vida
del Señor en cuya presencia me mantengo, que no lo aceptaré.
Le insistió
para que lo aceptase, pero él rehusó. 17Dijo entonces Naamán:
—Pues si no,
que se le conceda a tu siervo la carga de tierra de un par de mulas, pues tu
siervo no ha de ofrecer holocausto ni sacrificio alguno a otros dioses, sino al
Señor.
La curación se debe a Dios, como lo reconocerá Naamán, y no a una
cualidad especial de aquellas aguas. Pero se requiere la obediencia probada,
que en la historia de Naamán queda reflejada en la realización de siete
inmersiones. Una orden similar a la de Eliseo y una obediencia semejante a la
de Naamán aparecen en la curación que realiza Jesús de un ciego de nacimiento
(cfr Jn 9,6-7). Con razón se ha visto en aquellos episodios una prefiguración
del bautismo, sacramento en el que a través del agua y de la obediencia a la
palabra de Cristo, el hombre queda limpio de la lepra del pecado y se le otorga
el don de la fe: «El paso del mar Rojo por los hebreos era ya una figura del
santo bautismo, ya que en él murieron los egipcios y escaparon los hebreos.
Esto mismo nos enseña cada día este sacramento, a saber, que en él queda
sumergido el pecado y destruido el error, y en cambio la piedad y la inocencia
lo atraviesan indemnes. (…) Finalmente, aprende lo que te enseña una lectura
del libro de los Reyes. Naamán era sirio y estaba leproso, sin que nadie
pudiera curarlo (…), se bañó, y, al verse curado, entendió al momento que lo
que purifica no es el agua sino el don de Dios. Él dudó antes de ser curado;
pero tú, que ya estás curado, no debes dudar» (S. Ambrosio, De mysteriis 12,19).
La confesión de fe de Naamán (v. 15) es el punto culminante de este
relato, el verdadero milagro. En el contexto de la historia de los reyes de
Israel se contrapone a la idolatría de estos reyes, constantemente denunciada
en el texto sagrado. Se convierte así en ejemplo para todos los israelitas. El
hecho de llevarse tierra de Israel responde a la mentalidad de que una
divinidad sólo puede ser adorada en la tierra en que se ha manifestado, y a la
convicción de que la tierra donde se practica un culto idolátrico queda
profanada (cfr Am 7,17).
La acción de gracias de Naamán (vv. 15-17) evoca aquel pasaje del
evangelio (cfr Lc 17,11-19) en el que Jesús cura a diez leprosos, pero sólo
uno, un extranjero, vuelve a dar gracias. Con razón se queja Jesús (cfr Lc
4,20-27) de la falta de la delicadeza de los hombres que nos atrevemos a
considerar los dones de Dios como algo merecido.
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