Domingo 2º Adviento – A. Primera lectura
Comentario a Isaías 11,1-10
Este pasaje es considerado el tercer oráculo del Enmanuel. Tiene dos secciones. La primera (vv. 1-5) anuncia al vástago que saldrá de la cepa de Jesé, el padre de David, en un futuro. La segunda (vv. 6-9) presenta los frutos de su reinado con las imágenes de la paz mesiánica, esto es, la restauración del estado de justicia original de la creación.
En la primera parte se anuncia con solemnidad la llegada al trono de un nuevo rey, nacido de la misma estirpe de David; humilde como indica la imagen del tronco talado, pero con la vitalidad de un retoño tierno. Se refiere al rey venidero («saldrá») y no al monarca reinante. El nuevo rey gozará de cualidades excepcionales para gobernar gracias al Espíritu del Señor que vendrá sobre él. El Espíritu divino es una fuerza interior, un don concedido por Dios a los personajes más notables de la historia de la salvación para cumplir una misión arriesgada y difícil: a Moisés (cfr Nm 11,17), a los jueces (cfr Jc 3,10; 6,34), a David (1 S 16,13). El nuevo descendiente de David regirá al pueblo no con el despotismo de los monarcas de la época sino con el dinamismo carismático que le viene de Dios. Las cualidades o dones del Espíritu son seis, enumerados de dos en dos: la sabiduría e inteligencia se refieren a la destreza y prudencia para no errar en el juicio, a ejemplo de Salomón (cfr 1 R 5,26); el consejo y fortaleza son propias del buen estratega como David; el conocimiento y el temor de Dios son de orden religioso para que el rey no olvide que representa a Dios en el pueblo.
La segunda parte describe, de manera bella y expresiva, la paz mesiánica que conseguirá este nuevo «vástago». El panorama que se presenta es la restauración del paraíso en la armonía de que gozaba al inicio de la creación, y que fue rota por el pecado. La violencia desaparecerá incluso entre los animales irracionales. En contraste con el intento soberbio de los hombres de querer «ser como Dios, conocedores del bien y del mal» (Gn 3,5), entonces recibirán como un don divino el llenarse del «conocimiento del Señor» (v. 9). El «niño» que por dos veces se menciona (vv. 6.8) no tiene que ver directamente con el rey-niño del oráculo recogido en el cap. 9 (9,5) ni con el Enmanuel (7,14). Sin embargo, en lo íntimo del profeta probablemente tenían muchos puntos de contacto, como queda de manifiesto por la referencia a la función de gobierno, que se refleja en la misión de guiar (v. 6).
La imagen del «vástago» de estirpe real que hará posible la paz en la tierra ha sido interpretada en la tradición cristiana como cumplida en Jesucristo. Santo Tomás de Aquino, que entiende que aquí se habla de Cristo como el que lleva a cabo la restauración del género humano, señala: «Primero se habla del “restaurador”, Cristo, en cuanto a su nacimiento (v. 1); luego en cuanto a su santidad (vv. 2-9) y finalmente en cuanto a su dignidad (v. 10)» (Expositio super Isaiam 11). Y Juan Pablo II comenta: «Aludiendo a la venida de un personaje misterioso, que la revelación neotestamentaria identificará con Jesús, Isaías relaciona la persona y su misión con una acción especial del Espíritu de Dios, Espíritu del Señor. Dice así el Profeta: “Saldrá un vástago del tronco de Jesé / y un retoño de sus raíces brotará. / Reposará sobre él el espíritu del Señor: / espíritu de sabiduría e inteligencia, / espíritu de consejo y fortaleza, / espíritu de ciencia y de temor del Señor. / Y le inspirará en el temor del Señor” (Is 11,1-3). Este texto es importante para toda la pneumatología del Antiguo Testamento, porque constituye como un puente entre el antiguo concepto bíblico de “espíritu”, entendido ante todo como “aliento carismático” y el “Espíritu” como persona y como don, don para la persona. El Mesías de la estirpe de David (“del tronco de Jesé”) es precisamente aquella persona sobre la que “se posará” el Espíritu del Señor. Es obvio que en este caso todavía no se puede hablar de la revelación del Paráclito; sin embargo, con aquella alusión velada a la figura del futuro Mesías se abre, por decirlo de algún modo, la vía sobre la que se prepara la plena revelación del Espíritu Santo en la unidad del misterio trinitario, que se manifestará finalmente en la Nueva Alianza» (Juan Pablo II, Dominum et vivificantem, n. 15).
En el contexto de lectura cristiana que descubre en estas palabras una alusión a la actuación del Espíritu Santo en las almas, se entiende que se haya prestado especial atención a los «espíritus» que reposan de modo estable sobre el Mesías, y que son «dones» estables a través de los cuales actúa el Espíritu Santo. Éstos son seis según el texto hebreo, al que sigue la Neovulgata. La traducción griega de los Setenta y la Vulgata desdoblaron el don de temor en dos: «el don de piedad» y el de temor de Dios. Por eso, la catequesis y la teología hablan de siete: «Los siete dones del Espíritu Santo son: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Pertenecen en plenitud a Cristo, Hijo de David (cfr Is 11,1-2). Completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben. Hacen a los fieles dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1831).

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