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Nos ha trasladado al reino de su amor (Col 1,12-20)

34º domingo del Tiempo ordinario – Cristo Rey - C. 1ª lectura
12 Dad gracias al Padre, que os hizo dignos de participar en la herencia de los santos en la luz. 13 Él nos arrebató del poder de las tinieblas y nos trasladó al reino del Hijo de su amor, 14 en quien tenemos la redención, el perdón de los pecados.
15  El cual es la imagen del Dios invisible,
el primogénito de toda creación,
16 porque en él fueron creadas todas las cosas
en los cielos y sobre la tierra,
las visibles y las invisibles,
sean los tronos o las dominaciones,
los principados o las potestades.
Todo ha sido creado por él y para él.
17  Él es antes que todas las cosas
y todas subsisten en él.
18 Él es también la cabeza del cuerpo, que es la Iglesia;
él es el principio, el primogénito de entre los muertos,
para que él sea el primero en todo,
19 pues Dios tuvo a bien que en él habitase toda la plenitud,
20 y por él reconciliar todos los seres consigo,
restableciendo la paz, por medio de su sangre derramada en la Cruz,
tanto en las criaturas de la tierra
como en las celestiales.
Frente a las propuestas equivocadas de salvación que ofrecían algunas doctrinas se exalta el misterio de Cristo y su misión redentora. Estos versículos constituyen un bellísimo himno al señorío de Jesucristo sobre toda la creación. En la primera estrofa (vv. 15-17) se afirma que el dominio de Cristo abarca al cosmos en todo su conjunto, como consecuencia de su acción crea­dora. El texto evoca el prólogo de Jn y el comienzo del Gn. En la segunda estrofa (vv. 18-20) se presenta la nueva creación mediante la gracia, obtenida por Cristo con su muerte en la cruz. Él es Mediador y Cabeza de la Iglesia. Cristo ha restablecido la paz y ha reconciliado todas las cosas con Dios.
Al decir que el Hijo es «imagen del Dios invisible» (v. 15) se expresa la misma noción que la doctrina cristiana posterior explicará como identidad de naturaleza divina entre el Padre y el Hijo, y se alude también a que el Hijo procede del Padre. En efecto, solamente la segunda persona de la Santísima Trinidad, el Hijo, es imagen perfectísima del Padre. «Se le llama “imagen” porque es consustancial y porque, en cuanto tal, procede del Padre, sin que el Padre proceda de Él» (S. Gregorio Nacianceno, De theologia 30,20). Y Santo Tomás explica: «La imagen de un ser puede hallarse en otro de dos maneras: de una parte, cuando se halla en un ser de la misma naturaleza específica, y así es como se halla la imagen de un rey en su hijo; y de otra, en un ser de naturaleza distinta, como la imagen del rey en una moneda. Pues bien, según el primer modo, el Hijo es imagen del Padre, mientras que el hombre se llama imagen de Dios conforme al segundo. De aquí que, para expresar la imperfección de la imagen en el hombre, no se dice que es imagen, sino que es a imagen, para designar un cierto movimiento que tiende a la perfección. En cambio, del Hijo no puede decirse que sea a imagen, porque es imagen perfecta del Padre» (Summa theologiae 1,35,2 ad 3).
Al llamarle «primogénito» (v. 15) muestra que tiene la supremacía y la capitalidad sobre todos los seres creados. «Fue llamado “primogénito” no por su proveniencia del Padre, sino porque en Él fue hecha la creación... Si el Verbo fuera una de las criaturas, habría dicho la Escritura que Él es primogénito de todas las criaturas. Ahora bien, diciendo los santos que Él es “primogénito de toda creación” directamente se muestra que es otro distinto a toda la creación y que el Hijo de Dios no es una criatura» (S. Atanasio, Contra Arianos 2,63). Es primogénito, porque no sólo es anterior a todas las criaturas, sino que todas fueron creadas «en él», «por él» y «para él»: «en él», en Cristo, como en su principio y su centro, como su modelo o causa ejemplar; «por él», porque Dios Padre, por medio de Dios Hijo, crea todos los seres (cfr Jn 1,3); y «para él», porque Cristo es el fin último de todo (cfr Ef 1,10). Además, se añade que «todas subsisten en él», esto es, porque Cristo las conserva en el ser.
El v. 18 emplea la imagen de Cristo, cabeza, y la Iglesia, cuerpo, de la que se habla en 2,19 y Ef 1,23 y 4,15). «Ya sabemos los cristianos que se llevó a cabo la resurrección en nuestra Cabeza y que se llevará en los miembros. La cabeza de la Iglesia es Cristo, y los miembros de Cristo, la Iglesia. Lo que aconteció en la cabeza se cumplirá más tarde en el cuerpo. Ésta es nuestra esperanza» (S. Agustín, Enarrationes in Psalmos 65,1).

Como Cristo tiene la primacía sobre todas las realidades creadas, el Padre quiso, por medio de Él, reconciliarlas ­todas consigo (v. 20). El pecado había ­separado a los hombres de Dios, y esto trajo como consecuencia la ruptura del ­orden perfecto que había entre las criaturas desde el comienzo. Derramando su sangre en la cruz, Cristo restauró la paz. Nada en el universo queda excluido de este influjo pacificador. «La historia de la salvación —tanto la de la humanidad entera como la de cada hombre de cualquier época— es la historia admi­rable de la reconciliación: aquélla por la que Dios, que es Padre, reconcilia al mundo consigo en la Sangre y en la Cruz de su Hijo hecho hombre, engendrando de este modo una nueva familia de reconciliados. La reconciliación se hace necesaria porque ha habido una ruptura —la del pecado— de la cual se han derivado todas las otras formas de rupturas en lo más íntimo del hombre y en su entorno. Por tanto la reconciliación, para que sea plena, exige necesariamente la liberación del pecado, que ha de ser rechazado en sus raíces más profundas. Por lo cual una estrecha conexión interna viene a unir conversión y reconciliación; es imposible disociar las dos realidades o hablar de una silenciando la otra» (Juan Pablo II, Reconciliatio et paenitentia, n. 13).

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