34º domingo
del Tiempo ordinario – Cristo Rey - C. 1ª lectura
12 Dad gracias al Padre, que os hizo dignos de
participar en la herencia de los santos en la luz. 13 Él nos
arrebató del poder de las tinieblas y nos trasladó al reino del Hijo de su
amor, 14 en quien tenemos la redención, el perdón de los pecados.
15 El
cual es la imagen del Dios invisible,
el
primogénito de toda creación,
16 porque en él fueron creadas todas las cosas
en los
cielos y sobre la tierra,
las visibles
y las invisibles,
sean los
tronos o las dominaciones,
los
principados o las potestades.
Todo ha sido
creado por él y para él.
17 Él
es antes que todas las cosas
y todas
subsisten en él.
18 Él es también la cabeza del cuerpo, que es la Iglesia ;
él es el
principio, el primogénito de entre los muertos,
para que él
sea el primero en todo,
19 pues Dios tuvo a bien que en él habitase toda la
plenitud,
20 y por él reconciliar todos los seres consigo,
restableciendo
la paz, por medio de su sangre derramada en la Cruz ,
tanto en las
criaturas de la tierra
como en las
celestiales.
Frente a las propuestas equivocadas de salvación
que ofrecían algunas doctrinas se exalta el misterio de Cristo y su misión redentora.
Estos versículos constituyen un bellísimo himno al señorío de Jesucristo sobre
toda la creación. En la primera estrofa (vv. 15-17) se afirma que el dominio de
Cristo abarca al cosmos en todo su conjunto, como consecuencia de su acción
creadora. El texto evoca el prólogo de Jn y el comienzo del Gn. En la segunda
estrofa (vv. 18-20) se presenta la nueva creación mediante la gracia, obtenida
por Cristo con su muerte en la cruz. Él es Mediador y Cabeza de la Iglesia. Cristo ha
restablecido la paz y ha reconciliado todas las cosas con Dios.
Al decir que el Hijo es «imagen del Dios invisible»
(v. 15) se expresa la misma noción que la doctrina cristiana posterior
explicará como identidad de naturaleza divina entre el Padre y el Hijo, y se
alude también a que el Hijo procede del Padre. En efecto, solamente la segunda
persona de la
Santísima Trinidad , el Hijo, es imagen perfectísima del
Padre. «Se le llama “imagen” porque es consustancial y porque, en cuanto tal,
procede del Padre, sin que el Padre proceda de Él» (S. Gregorio Nacianceno, De theologia 30,20). Y Santo Tomás
explica: «La imagen de un ser puede hallarse en otro de dos maneras: de una
parte, cuando se halla en un ser de la misma naturaleza específica, y así es
como se halla la imagen de un rey en su hijo; y de otra, en un ser de
naturaleza distinta, como la imagen del rey en una moneda. Pues bien, según el
primer modo, el Hijo es imagen del Padre, mientras que el hombre se llama
imagen de Dios conforme al segundo. De aquí que, para expresar la imperfección
de la imagen en el hombre, no se dice que es imagen, sino que es a imagen, para
designar un cierto movimiento que tiende a la perfección. En cambio, del Hijo
no puede decirse que sea a imagen, porque es imagen perfecta del Padre» (Summa theologiae 1,35,2 ad 3).
Al llamarle «primogénito» (v. 15) muestra que tiene
la supremacía y la capitalidad sobre todos los seres creados. «Fue llamado
“primogénito” no por su proveniencia del Padre, sino porque en Él fue hecha la
creación... Si el Verbo fuera una de las criaturas, habría dicho la Escritura que Él es
primogénito de todas las criaturas. Ahora bien, diciendo los santos que Él es
“primogénito de toda creación” directamente se muestra que es otro distinto a
toda la creación y que el Hijo de Dios no es una criatura» (S. Atanasio, Contra Arianos 2,63). Es primogénito,
porque no sólo es anterior a todas las criaturas, sino que todas fueron creadas
«en él», «por él» y «para él»: «en él», en Cristo, como en su principio y su
centro, como su modelo o causa ejemplar; «por él», porque Dios Padre, por medio
de Dios Hijo, crea todos los seres (cfr Jn 1,3); y «para él», porque Cristo es
el fin último de todo (cfr Ef 1,10). Además, se añade que «todas subsisten en
él», esto es, porque Cristo las conserva en el ser.
El v. 18 emplea la imagen de Cristo, cabeza, y la Iglesia , cuerpo, de la que
se habla en 2,19 y Ef 1,23 y 4,15). «Ya sabemos los cristianos que se llevó a
cabo la resurrección en nuestra Cabeza y que se llevará en los miembros. La
cabeza de la Iglesia
es Cristo, y los miembros de Cristo, la Iglesia. Lo que aconteció en la cabeza se
cumplirá más tarde en el cuerpo. Ésta es nuestra esperanza» (S. Agustín, Enarrationes in Psalmos 65,1).
Como Cristo tiene la primacía sobre todas las
realidades creadas, el Padre quiso, por medio de Él, reconciliarlas todas
consigo (v. 20). El pecado había separado a los hombres de Dios, y esto trajo
como consecuencia la ruptura del orden perfecto que había entre las criaturas
desde el comienzo. Derramando su sangre en la cruz, Cristo restauró la paz.
Nada en el universo queda excluido de este influjo pacificador. «La historia de
la salvación —tanto la de la humanidad entera como la de cada hombre de
cualquier época— es la historia admirable de la reconciliación: aquélla por la
que Dios, que es Padre, reconcilia al mundo consigo en la Sangre y en la Cruz de su Hijo hecho hombre,
engendrando de este modo una nueva familia de reconciliados. La reconciliación
se hace necesaria porque ha habido una ruptura —la del pecado— de la cual se
han derivado todas las otras formas de rupturas en lo más íntimo del hombre y
en su entorno. Por tanto la reconciliación, para que sea plena, exige
necesariamente la liberación del pecado, que ha de ser rechazado en sus raíces
más profundas. Por lo cual una estrecha conexión interna viene a unir conversión y reconciliación; es imposible disociar las dos realidades o hablar
de una silenciando la otra» (Juan Pablo II, Reconciliatio
et paenitentia, n. 13).
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