1º domingo de Adviento – C. Evangelio
Comentario a Lucas 21,-25-36
Las desgracias de Jerusalén son señales de cuanto acaecerá antes de la venida del Hijo del Hombre: la creación entera, cielos, tierra y mar, participará de la angustia de las gentes (v. 25), que se debatirán entre la ansiedad y el terror. Pero no va a ser lo mismo para el cristiano, que vivirá esos momentos con la cabeza erguida (v. 28), porque el triunfo de Cristo (v. 27) es el suyo propio. Entonces verá cuán fundada estaba su esperanza cuando pacientemente soportaba las dificultades (21,10-19): «Hemos de tener paciencia, y perseverar, hermanos queridos, para que, después de haber sido admitidos a la esperanza de la verdad y de la libertad, podamos alcanzar la verdad y la libertad mismas. (...) Que nadie, por impaciencia, decaiga en el bien obrar o, solicitado y vencido por la tentación, renuncie en medio de su brillante carrera echando así a perder el fruto de lo ganado, por dejar sin terminar lo que empezó» (S. Cipriano, De bono patientiae 13 y 15).
Los últimos acontecimientos —de los que la ruina de la ciudad es anticipo y símbolo— serán imprevisibles (v. 35). La experiencia de la ruina de Jerusalén debe servir de aviso para estar vigilantes ante la venida imprevisible del «Hijo del Hombre», de modo que nos encuentre dignos. De ahí la exhortación final a velar, llevando una vida sobria (v. 34) y de oración (v. 36) que nos permita estar de pie ante el Señor (cfr 21,28): «Seamos sobrios para entregarnos a la oración, perseveremos constantes en los ayunos y supliquemos con ruegos al Dios que todo lo ve. (...) Mantengámonos, pues, firmemente adheridos a nuestra esperanza y a Jesucristo, prenda de nuestra justicia. (...) Seamos imitadores de su paciencia y, si por causa de su nombre tenemos que sufrir, glorifiquémoslo; ya que éste fue el ejemplo que nos dejó en su propia persona, y esto es lo que nosotros hemos creído» (S. Policarpo, Ad Philippenses 7-8).
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