1º domingo de Adviento – C. Evangelio
25 Habrá
señales en el sol, en la luna y en las estrellas, y sobre la tierra angustia de
las gentes, consternadas por el estruendo del mar y de las olas: 26 y
los hombres perderán el aliento a causa del terror y de la ansiedad que sobrevendrán
a toda la tierra. Porque las potestades de los cielos se conmoverán. 27 Entonces
verán al Hijo del Hombre que viene sobre una nube con gran poder y gloria.
28 Cuando
comiencen a suceder estas cosas, erguíos y levantad la cabeza porque se
aproxima vuestra redención.
34 Vigilaos
a vosotros mismos, para que vuestros corazones no estén ofuscados por la
crápula, la embriaguez y los afanes de esta vida, y aquel día no sobrevenga de
improviso sobre vosotros, 35 porque caerá como un lazo sobre todos
aquellos que habitan en la faz de toda la tierra. 36 Vigilad orando
en todo tiempo, a fin de que podáis evitar todos estos males que van a suceder,
y estar en pie delante del Hijo del Hombre.
Las desgracias de Jerusalén son señales de cuanto acaecerá antes de la
venida del Hijo del Hombre: la creación entera, cielos, tierra y mar,
participará de la angustia de las gentes (v. 25), que se debatirán entre la
ansiedad y el terror. Pero no va a ser lo mismo para el cristiano, que vivirá
esos momentos con la cabeza erguida (v. 28), porque el triunfo de Cristo (v.
27) es el suyo propio. Entonces verá cuán fundada estaba su esperanza cuando
pacientemente soportaba las dificultades (21,10-19): «Hemos de tener paciencia,
y perseverar, hermanos queridos, para que, después de haber sido admitidos a la
esperanza de la verdad y de la libertad, podamos alcanzar la verdad y la
libertad mismas. (...) Que nadie, por impaciencia, decaiga en el bien obrar o,
solicitado y vencido por la tentación, renuncie en medio de su brillante
carrera echando así a perder el fruto de lo ganado, por dejar sin terminar lo
que empezó» (S. Cipriano, De bono
patientiae 13 y 15).
Los últimos acontecimientos —de los que la ruina de la ciudad es
anticipo y símbolo— serán imprevisibles (v. 35). La experiencia de la ruina de
Jerusalén debe servir de aviso para estar vigilantes ante la venida
imprevisible del «Hijo del Hombre», de modo que nos encuentre dignos. De ahí la
exhortación final a velar, llevando una vida sobria (v. 34) y de oración (v.
36) que nos permita estar de pie ante el Señor (cfr 21,28): «Seamos sobrios para
entregarnos a la oración, perseveremos constantes en los ayunos y supliquemos
con ruegos al Dios que todo lo ve. (...) Mantengámonos, pues, firmemente
adheridos a nuestra esperanza y a Jesucristo, prenda de nuestra justicia. (...)
Seamos imitadores de su paciencia y, si por causa de su nombre tenemos que
sufrir, glorifiquémoslo; ya que éste fue el ejemplo que nos dejó en su propia
persona, y esto es lo que nosotros hemos creído» (S. Policarpo, Ad Philippenses 7-8).
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