Solemnidad de Jesucristo Rey del
universo – B. 1ª lectura
13 Seguí
mirando en mi visión nocturna
y he aquí que con las nubes del cielo venía como un
hijo de hombre.
Avanzó hasta el anciano venerable y fue llevado
ante él.
14 A él se le dio dominio, honor y reino.
Y todos los pueblos, naciones y lenguas le
sirvieron.
Su dominio es un dominio eterno que no pasará;
y su reino no será destruido.
El que viene en las nubes del cielo
«como un hijo de hombre» y al que, tras el juicio, se le da el reino universal
y eterno, es la antítesis de las bestias antes mencionadas en esta visión. No
ha surgido del mar tenebroso como aquéllas, ni tiene aspecto terrible y feroz,
sino que ha sido suscitado por Dios —viene en las nubes—, y lleva en sí la
debilidad humana. En ese juicio el hombre parece recuperar su dignidad frente a
las bestias a las que está llamado a dominar (cfr Sal 8). Tal figura
representa, como se interpretará más adelante, al «pueblo de los santos del
Altísimo» (7,27), es decir, al Israel fiel. Sin embargo, también es una figura
singular, como lo era el cuerno pequeño o el león con alas, y, en cuanto que se
le da un reino, es un rey. Se trata de una figura individual que representa al
pueblo. Ese hijo del hombre fue entendido como el Mesías personal en el
judaísmo contemporáneo de Jesucristo (Libro
de las Parábolas de Henoc); pero tal título sólo se une a los sufrimientos
del Mesías y a su resurrección de entre los muertos cuando Jesucristo se lo
aplica a Sí mismo en el Evangelio. «Jesús acogió la confesión de fe de Pedro
que le reconocía como el Mesías anunciándole la próxima pasión del Hijo del
Hombre (cfr Mt 16,23). Reveló el auténtico contenido de su realeza mesiánica en
la identidad transcendente del Hijo del Hombre “que ha bajado del cielo” (Jn
3,13; cfr Jn 6,62; Dn 7,13) a la vez que en su misión redentora como Siervo
sufriente: “el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a
dar su vida como rescate por muchos” (Mt 20,28; cfr Is 53,10-12)» (Catecismo de la Iglesia Católica,
n. 440).
La
Iglesia
cuando proclama en el Credo que Cristo se sentó a la derecha del Padre confiesa
que fue a Cristo a quien se le dio el imperio: «Sentarse a la derecha del Padre
significa la inauguración del reino del Mesías, cumpliéndose la visión del
profeta Daniel respecto del Hijo del hombre: “A él se le dio imperio, honor y
reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un
imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás” (Dn
7,14). A partir de este momento, los Apóstoles se convirtieron en los testigos
del “Reino que no tendrá fin” (Símbolo de Nicea-Constantinopla)» (ibidem, n. 664).
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