29º domingo del Tiempo ordinario – B.
2ª lectura
14 Ya
que tenemos un Sumo Sacerdote que ha entrado en los cielos —Jesús, el Hijo de
Dios—, mantengamos firme nuestra confesión de fe. 15 Porque no
tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades,
sino que, de manera semejante a nosotros, ha sido probado en todo, excepto en
el pecado. 16 Por lo tanto, acerquémonos confiadamente al trono de
la gracia, para que alcancemos misericordia y encontremos la gracia que nos
ayude en el momento oportuno
El cristiano debe poner su confianza en el nuevo Sumo Sacerdote,
Cristo, que penetró en los cielos, y en su misericordia, porque se compadece de
nuestras debilidades: «Los que habían creído sufrían por aquel entonces una
gran tempestad de tentaciones; por eso el Apóstol los consuela, enseñando que nuestro
Sumo Pontífice no sólo conoce en cuanto Dios la debilidad de nuestra
naturaleza, sino que también en cuanto hombre experimentó nuestros
sufrimientos, aunque estaba exento de pecado. Por conocer bien nuestra
debilidad, puede concedernos la ayuda que necesitamos, y al juzgarnos dictará
su sentencia teniendo en cuenta esa debilidad» (Teodoreto de Ciro, Interpretatio ad Hebraeos, ad loc.). La respuesta frente a la
bondad del Señor debe ser la de mantener nuestra profesión de fe.
La impecabilidad de Cristo, afirmada en la Sagrada Escritura
(cfr Jn 8,46; Rm 8,3; 2 Co 5,21; 1 P 1,19; 2,21-24), es lógica consecuencia de
su condición divina y de su integridad y santidad humana. Al mismo tiempo la
debilidad de Cristo, «probado en todo» (v. 15), voluntariamente asumida por
amor a los hombres, fundamenta nuestra confianza de que obtendremos de Él
fuerza para resistir al pecado. «¡Qué seguridad debe producirnos la
conmiseración del Señor! Clamará a mí y
yo le oiré, porque soy misericordioso (Ex 22,27). Es una invitación, una
promesa que no dejará de cumplir. Acerquémonos,
pues, confiadamente al trono de la gracia, para que alcancemos la
misericordia... (Hb 4,16). Los enemigos de nuestra santificación nada
podrán, porque esa misericordia de Dios nos previene; y si —por nuestra culpa y
nuestra debilidad— caemos, el Señor nos socorre y nos levanta» (S. Josemaría
Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 7).
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