30º
domingo del Tiempo ordinario – B. 2ª lectura
1 Porque todo sumo sacerdote, escogido
entre los hombres, está constituido en favor de los hombres en lo que se
refiere a Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados; 2 y
puede compadecerse de los ignorantes y extraviados, ya que él mismo está
rodeado de debilidad, 3 y a causa de ella debe ofrecer expiación por
los pecados, tanto por los del pueblo como por los suyos. 4 Y nadie
se atribuye este honor, sino el que es llamado por Dios, como Aarón.
5 De igual modo, Cristo no se apropió la
gloria de ser Sumo Sacerdote, sino que se la otorgó el que le dijo:
Tú
eres mi hijo,
yo
te he engendrado hoy.
6 Asimismo, en otro lugar, dice también:
Tú
eres sacerdote para siempre,
según
el orden de Melquisedec.
Cristo es Sumo Sacerdote, el Sumo
Sacerdote que puede realmente liberarnos del pecado. Más aún, Cristo es el
único Sacerdote perfecto, siendo los demás sacerdotes —los de las religiones
naturales, los de la religión hebraica—, tan sólo prefiguraciones de Cristo.
Jesucristo es verdadero sacerdote, porque fue escogido por Dios (vv. 5-6; cfr
Ex 6,20; 7,1-2; 28,1-5; etc.), como lo fue Aarón, pero no según el «orden» del
sacerdocio levítico, al que perteneció Aarón, sino según un orden superior a
éste, el orden de Melquisedec (cfr 5,11-14; 7,1-28). «Orden» se entiende aquí
en el sentido que entre los romanos se daba a un determinado rango en el
ejército o a las corporaciones o cuerpos constituidos civilmente. Esta palabra
se empleaba sobre todo para referirse al cuerpo de los que gobernaban. Este uso
ha pasado a la Iglesia ,
en la expresión «Sacramento del Orden».
Las palabras del v. 1 constituyen una
definición, breve y exacta, de lo que es todo sacerdote. «El oficio propio del
sacerdote es el de ser mediador entre Dios y el pueblo, en cuanto que, por un
lado, entrega al pueblo las cosas divinas, de donde le viene el nombre de
“sacerdote”, esto es, “el que da las cosas sagradas”; (...) y, por otro, ofrece
a Dios las oraciones del pueblo, e igualmente satisface a Dios por los pecados
de ese mismo pueblo» (Sto. Tomás de Aquino, Summa
theologiae 3,22,1).
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