28º domingo del Tiempo ordinario – B.
Evangelio
17 Cuando
salía para ponerse en camino, vino uno corriendo y, arrodillado ante él, le
preguntó:
—Maestro bueno, ¿qué debo hacer para
conseguir la vida eterna?
18 Jesús
le dijo:
—¿Por qué me llamas bueno? Nadie es
bueno sino uno solo: Dios. 19 Ya conoces los mandamientos: no
matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no dirás falso testimonio, no
defraudarás a nadie, honra a tu padre y a tu madre.
20
—Maestro, todo esto lo he guardado desde mi adolescencia —respondió él.
21 Y
Jesús fijó en él su mirada y quedó prendado de él. Y le dijo:
—Una cosa te falta: anda, vende todo
lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo. Luego,
ven y sígueme.
22 Pero
él, afligido por estas palabras, se marchó triste, porque tenía muchas
posesiones.
23 Jesús,
mirando a su alrededor, les dijo a sus discípulos:
—¡Qué difícilmente entrarán en el
Reino de Dios los que tienen riquezas!
24 Los
discípulos se quedaron impresionados por sus palabras. Y hablándoles de nuevo,
dijo:
—Hijos, ¡qué difícil es entrar en el
Reino de Dios! 25 Es más fácil a un camello pasar por el ojo de una
aguja que a un rico entrar en el Reino de Dios.
26 Y
ellos se quedaron aún más asombrados diciéndose unos a otros:
—Entonces, ¿quién puede salvarse?
27 Jesús,
con la mirada fija en ellos, les dijo:
—Para los hombres es imposible, pero
para Dios no; porque para Dios todo es posible.
28 Comenzó
Pedro a decirle:
—Ya ves que nosotros lo hemos dejado
todo y te hemos seguido.
29 Jesús
respondió:
—En verdad os digo que no hay nadie
que haya dejado casa, hermanos o hermanas, madre o padre, o hijos o campos por
mí y por el Evangelio, 30 que no reciba en este mundo cien veces más
en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y campos, con persecuciones; y, en
el siglo venidero, la vida eterna.
El pasaje expone tres ideas muy relacionadas entre sí: la llamada
frustrada a un joven (cfr Mt 19,22) que prefirió las riquezas al seguimiento de
Jesús (vv. 17-22), la doctrina del Señor sobre las riquezas y el Reino (vv.
23-27), y la recompensa prometida a quienes siguen a Jesús dejándolo todo (vv.
28-30).
El encuentro del Señor con aquel joven recuerda la vocación de los
primeros discípulos (1,16-20; 2,14). Comienza de otra forma, con una pregunta
del joven, pero sigue de la misma manera: con la mirada del Señor y la llamada
imperativa a seguirle (v. 21). El evangelista subraya además con viveza
peculiar el aprecio de Jesús al joven por su conducta (vv. 20-21) y la tristeza
de éste (v. 22), al no responder con generosidad a lo que Dios le pedía. Señala
así la necesidad de corresponder a la llamada del Señor para poder conocerlo
bien. No sin razón santa Teresa recurría a este episodio para indicar el camino
hacia la intimidad con Dios: «Si le volvemos las espaldas y nos vamos tristes,
como el mancebo del Evangelio, cuando nos dice lo que hemos de hacer para ser
perfectos, ¿qué queréis que haga Su Majestad, que ha de dar el premio conforme
al amor que le tenemos? Y este amor, hijas, no ha de ser fabricado en nuestra
imaginación, sino probado por obras; y no penséis que ha menester nuestras
obras, sino la determinación de nuestra voluntad» (Sta. Teresa de Jesús, Moradas 3,1,7).
La conducta del joven rico da ocasión a Jesús para volver a exponer la
doctrina sobre el uso de los bienes materiales (vv. 23-27). El apego a ellos
puede ser una verdadera idolatría (Mt 6,24; cfr Col 3,5) que impide el acceso
al Reino de Dios (Lc 6,20.24). El Señor utiliza aquí una imagen, quizás un
proverbio (v. 25) que, sin duda, debió de suscitar la sonrisa de sus oyentes:
las tribulaciones de un camello intentando pasar por un lugar que le queda
demasiado estrecho. Por contra, la pobreza cristiana es un bien tan alto que
llevaba a San Francisco de Asís a considerarla la «dama de su corazón»: «Ésta
es aquella virtud que hace que el alma, viviendo en la tierra, converse en el
cielo con los ángeles; ella acompañó a Cristo en la cruz, con Cristo fue
sepultada, con Cristo resucitó, con Cristo subió al cielo; las almas que se
enamoran de ella reciben, aún en esta vida, ligereza para volar al cielo,
porque ella templa las armas de la amistad, de la humildad y de la caridad» (S.
Francisco de Asís, Florecillas 13).
Respondiendo a la pregunta de Pedro, Jesús expresa la parte positiva
de la entrega por Él y por el Evangelio: además de la vida eterna, el
discípulo, al ser y saberse hijo de Dios y hermano de sus hermanos, multiplica
por cien lo que entregó. En esa promesa el Señor incluye las persecuciones (v.
30), pero éstas, como ya lo experimentaron Pedro y los Apóstoles (Hch 5,40-41),
engendran alegría cuando se sufren por Cristo. En cambio, rechazar la voz de
Dios es condenarse a la tristeza: «¿Quieres tú pensar —yo también hago mi
examen— si mantienes inmutable y firme tu elección de Vida? ¿Si al oír esa voz
de Dios, amabilísima, que te estimula a la santidad, respondes libremente que
sí? Volvamos la mirada a nuestro Jesús, cuando hablaba a las gentes por las
ciudades y los campos de Palestina. No pretende imponerse. Si quieres ser perfecto..., dice al joven rico. Aquel muchacho
rechazó la insinuación, y cuenta el Evangelio que abiit tristis, que se retiró entristecido. (...) Perdió la alegría
porque se negó a entregar su libertad a Dios» (S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 24).
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