12º
domingo del Tiempo ordinario – A . 1ª lectura
10
Oigo las calumnias de la gente:
«¡Terror
alrededor!
¡Delatadle!
¡Delatémosle!».
Todos
mis conocidos aguardan mi tropiezo:
«¡Ojalá
se deje seducir, entonces podremos con él,
y
nos tomaremos venganza!».
11
Pero el Señor está conmigo como bravo guerrero,
por
eso, los que me persiguen caerán impotentes,
sentirán
gran vergüenza de no haber triunfado,
oprobio
perenne, inolvidable.
12
¡Señor de los ejércitos, que escrutas al justo,
que
ves entrañas y corazón,
que
vea yo cómo te vengas de ellos,
pues
a ti presento mi causa!
13
Cantad al Señor, alabad al Señor,
que
libró la vida de un pobre
de
mano de los malvados.
Estas palabras
forman parte de quinta «confesión» de Jeremías. Están cargadas de dramatismo, y
constituyen uno de los pasajes más impresionantes de la literatura profética. Pudo
ser pronunciada hacia el 605-604 a.C. cuando Jeremías sufrió la persecución del
rey Yoyaquim. En esa confesión, y no sólo en estos versículos, aflora el duro
combate interior entre la crisis que conmueve los fundamentos de la fe y la
certeza de la vocación divina, cuando después de un arduo trabajo parece que no
se ha conseguido más que el propio fracaso. Después del lamento por los grandes
sufrimientos que está encontrando en el desempeño de la misión que el Señor le
ha encomendado, que está en los versículos anteriores (vv. 7-9), viene ahora un
acto de confianza en Dios en medio del acoso a que se le somete (vv. 10-13).
El profeta ha
abierto con confianza su alma a Dios y se ha quejado (vv. 7-9). La misión que
le ha confiado sólo le trae desgracias. Cuando Jeremías proclama la palabra de
Dios no escucha más respuesta que las acusaciones y calumnias de la gente (v.
10). Le gustaría olvidarse de todo, pero no puede, pues Dios es «como fuego
abrasador» que le enciende en su interior (v. 9). En medio de tamaño dolor
brilla y vence el celo por el Señor. En efecto, al igual que le sucede a
Jeremías, quienes han experimentado el amor de Dios no pueden contener el afán
de hablar de Él a quienes no lo conocen, o se han olvidado del Señor. Así lo insinúa
Teodoreto de Ciro al comentar este pasaje recordando otro ejemplo de la
Escritura: «Lo mismo le ocurrió a San Pablo en Atenas mientras aguardaba en
silencio. Se consumía San Pablo en su interior viendo adónde había llegado la
idolatría de la ciudad (cfr Hch 17,16). Pues igual le ocurrió al profeta»
(Teodoreto de Ciro, Interpretatio in
Jeremiam 5,505).
Con todo, Jeremías
tiene la seguridad de que el Señor nunca lo abandona (v. 11). Las palabras del
profeta reflejan la confianza en que Dios no le dejará (vv. 12-13). Jeremías no
abandonó su misión, sino que perseveró en ella hasta el final de sus días. El
reconocimiento de su debilidad y la posterior fidelidad son como un anticipo de
lo que el Señor manifestó a San Pablo cuando éste también se encontraba en
graves dificultades: «La fuerza se perfecciona en la flaqueza» (2 Co 12,9).
San Juan de la
Cruz, meditando en toda esta «confesión» de Jeremías, observaba que no siempre
es posible entender del todo los designios de Dios. Su lógica no es la lógica
de los hombres: «No hay que acabar de comprehender sentido en los dichos y
cosas de Dios, ni que determinarse a lo que parece, sin errar mucho y venir a
hallarse muy confuso. Esto sabían muy bien los profetas, en cuyas manos andaba
la palabra de Dios, a los cuales era grande trabajo la profecía acerca del
pueblo; porque, como habemos dicho, mucho de ello no lo veían acaecer como a la
letra se les decía. Y era causa de que hiciesen mucha risa y mofa de los
profetas; tanto, que vino a decir Jeremías (20,7): Búrlanse de mi todo el día, todos me mofan y desprecian.... En lo
cual, aunque el santo profeta decía con resignación y en figura del hombre
flaco que no puede sufrir las vías y vueltas de Dios, da bien a entender en
esto la diferencia del cumplimiento de los dichos divinos, del común sentido
que suenan, pues a los divinos profetas tenían por burladores» (Subida al monte Carmelo 2,20,6).
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