4b Moisés subió temprano al monte Sinaí, como le había ordenado el Señor, llevando en su mano las dos tablas de piedra.
5 Descendió el Señor en la nube y se colocó junto a él e invocó el nombre del Señor.
6 El Señor pasó delante de él proclamando:
—Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en misericordia y fidelidad.
8 Moisés, al instante, se postró en tierra y le adoró, 9 diciendo:
—Señor mío, si he hallado gracia a tus ojos, camina, Señor, en medio de nosotros; cierto que éste es un pueblo de dura cerviz, pero tú, perdona nuestra culpa y nuestro pecado y recíbenos como heredad tuya
La teofanía o manifestación de Dios en el Sinaí está descrita en este capítulo 34 con sobriedad, pero contiene los mismos elementos señalados en el capítulo 19 del Éxodo: preparación esmerada de Moisés (Ex 34,2; cfr Ex 19,10-11); prohibición de que se aproximen a la montaña los miembros del pueblo (Ex 34,3; cfr Ex 19,12-13); aparición de Dios dentro de la nube (Ex 34,5; cfr Ex 19,16-20). Comparando ambos relatos, éste hace más hincapié en la familiaridad de Dios: «se colocó junto a él» (Ex 34,5). La iniciativa divina de aproximarse al hombre es patente y fundamenta la Alianza.
«E invocó el nombre del Señor» (Ex 34,5 5). Por el contexto es Moisés quien invoca, aunque el texto hebreo admite que fuera Dios el sujeto del verbo, en cuyo caso el sentido debe ser: «Y proclamó su nombre, Señor». Es ésta la misma expresión del v. 6, que resulta más comprensible, suponiendo que es el Señor quien «proclama» y quien da la definición de Sí mismo cumpliendo así lo prometido (cfr Ex 33,19). Cabe pensar que el autor sagrado ha dejado estas frases con el doble sentido intencionadamente porque tienen el mismo valor de revelación puestas en boca de Moisés o como pronunciadas directamente por Dios.
A la invocación de Moisés, el Señor responde manifestándose a Sí mismo. La repetición solemne del nombre de Yahwéh (Señor) enfatiza la presentación litúrgica de Sí mismo ante la asamblea israelita. En la descripción que sigue y que viene a ser un estribillo en muchos otros lugares (cfr Ex 20,5-6; Nm 14,18; Dt 5,9-18, etc.) se subrayan dos atributos fundamentales de Dios: la justicia y la misericordia. Dios no puede dejar impune el pecado y lo castiga siempre; los profetas enseñarán también que el castigo es, ante todo, personal (cfr Jr 31,29; Ez 18,2 ss.). Pero en este antiguo texto únicamente se señala de modo general que Dios es justo, para poner más de relieve que es misericordioso. El hombre que tiene conciencia de su propio pecado sólo tiene acceso a Dios, desde la certeza de que Dios puede y quiere perdonarlo. «El concepto de misericordia, comenta Juan Pablo II, tiene en el Antiguo Testamento una larga y rica historia. Debemos remontarnos hasta ella para que resplandezca más plenamente la misericordia revelada por Cristo. (...) La miseria del hombre es también su pecado. El pueblo de la Antigua Alianza conoció esta miseria desde los tiempos del éxodo, cuando levantó el becerro de oro. Sobre este gesto de ruptura de la Alianza , triunfó el Señor mismo, manifestándose solemnemente a Moisés como “Dios de ternura y de gracia, lento a la cólera y rico en misericordia y fidelidad” (Ex 34,6). Es en esta revelación central donde el pueblo elegido y cada uno de sus miembros encontrarán, después de toda culpa, la fuerza y la razón para dirigirse al Señor con el fin de recordarle lo que Él había revelado de sí mismo y para implorar su perdón» (Dives in misericordia, n. 4). Sobre el «celo de Dios» véase nota a 20,5-6.
Moisés vuelve a implorar al Señor en favor de su pueblo formulando tres peticiones (cfr Ex 34,8-9) que resumen otras muchas oraciones previas: su presencia y protección en la aventura del desierto (cfr Ex 33, 15-17), el perdón del gravísimo pecado cometido (cfr Ex 32,11-14), y finalmente la decisión de tomarlos como heredad propia, distinguiéndolos así de todos los pueblos de la tierra (cfr Ex 33,16) y haciéndoles volver al estado originario que Dios había anunciado como «posesión suya» (cfr Ex 19,5). Estas tres peticiones serán constantes, en la vida del pueblo y de cada hombre que reconoce a Dios (cfr Sal 86,1-15; 103,8-10, etc.).
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