Santísima Trinidad – A. Evangelio
16 Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. 17 Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. 18 El que cree en él no es juzgado; pero quien no cree ya está juzgado, porque no cree en el nombre del Hijo Unigénito de Dios.
Estas palabras finales del diálogo con Nicodemo (cfr Jn 3,16-21) sintetizan cómo la muerte de Jesucristo es la manifestación suprema del amor de Dios por nosotros los hombres. Tanto para los inmediatos destinatarios del evangelio, como para el lector actual, esas palabras constituyen una llamada apremiante a corresponder al amor de Dios: que «nos acordemos del amor con que [el Señor] nos hizo tantas mercedes y cuán grande nos le mostró Dios (...): que amor saca amor (...). Procuremos ir mirando esto siempre y despertándonos para amar» (Sta. Teresa de Jesús, Vida 22,14).
Las palabras «tanto amó Dios al mundo...» (v. 16) las comenta Juan Pablo II diciendo que «nos introducen al centro mismo de la acción salvífica de Dios. Ellas manifiestan también la esencia misma de la soterología cristiana, es decir, de la teología de la salvación. Salvación significa liberación del mal, y por ello está en estrecha relación con el problema del sufrimiento. Según las palabras dirigidas a Nicodemo, Dios da su Hijo al “mundo” para librar al hombre del mal, que lleva en sí la definitiva y absoluta perspectiva del sufrimiento. Contemporáneamente, la misma palabra “da” (“dio”) indica que esta liberación debe ser realizada por el Hijo unigénito mediante su propio sufrimiento. Y en ello se manifiesta el amor, el amor infinito, tanto de ese Hijo unigénito como del Padre, que por eso “da” a su Hijo. Éste es el amor hacia el hombre, el amor por el “mundo”: el amor salvífico» (Salvifici doloris, n. 11).
La entrega de Cristo constituye la llamada más apremiante a corresponder a su gran amor: «Si Dios nos ha creado, si nos ha redimido, si nos ama hasta el punto de entregar por nosotros a su Hijo Unigénito (Jn 3,16), si nos espera —¡cada día!— como esperaba aquel padre de la parábola a su hijo pródigo (cfr Lc 15,11-32), ¿cómo no va a desear que lo tratemos amorosamente? Extraño sería no hablar con Dios, apartarse de Él, olvidarle, desenvolverse en actividades ajenas a esos toques ininterrumpidos de la gracia» (S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 251).
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