1 Justificados,
por tanto, por la fe, estamos en paz con Dios por medio de nuestro Señor
Jesucristo, 2 por quien también tenemos acceso en virtud de la fe a
esta gracia en la que permanecemos, y nos gloriamos apoyados en la esperanza de
la gloria de Dios. 3 Pero no sólo esto: también nos gloriamos en las
tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce la paciencia; 4 la
paciencia, la virtud probada; la virtud probada, la esperanza. 5 Una
esperanza que no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros
corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado.
La nueva vida que resulta de la justificación se realiza en la fe y en
la esperanza (vv. 1-2), que tienen la garantía del amor de Dios (v. 5). Así
pues, fe, esperanza y caridad, «las tres virtudes teologales, que componen el
armazón sobre el que se teje la auténtica existencia del hombre cristiano, de
la mujer cristiana» (S. Josemaría Escrivá, Amigos
de Dios, n. 205), se suceden actuando en nosotros, contribuyendo al
crecimiento de la vida de la
gracia. El fruto de este crecimiento es la paz (v. 1), que se
hace, de algún modo casi inalterable, como anticipo, aunque imperfecto, de la
vida eterna. Una paz, que no consiste en la apatía de quien no quiere tener
problemas, sino en la firmeza, llena de esperanza («la virtud probada», v. 4),
para sobreponerse a las contradicciones y mantenerse fiel. «Quien espera algo
con gran fuerza está dispuesto a sufrir todas las dificultades y amarguras para
conseguirlo. Así, un enfermo, si desea ardientemente la salud, toma de buena
gana la medicina amarga que le sanará» (Sto. Tomás de Aquino, Super Romanos, ad loc.).
El amor del que se habla en el v. 5 es, a la vez, el amor con que Dios
nos ama —que se manifiesta en el envío del Espíritu Santo—, y el amor que Dios
pone en nuestras almas para que le podamos amar. El Concilio II de Orange,
citando a San Agustín, se expresa así: «Amar a Dios es exclusivamente un don de
Dios. El mismo que, sin ser amado, ama, nos concedió que le amásemos. Fuimos
amados cuando todavía le éramos desagradables, para que se nos concediera algo
con que agradarle. En efecto, el Espíritu del Padre y del Hijo, a quien amamos
con el Padre y el Hijo, derrama la caridad en nuestros corazones» (De gratia, can. 25; cfr San Agustín, In Ioannis Evangelium 102,5).
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