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Decís: «No son rectos los caminos del Señor». Escucha, casa de Israel: ¿No son
rectos mis caminos, o más bien, vuestros caminos son malos? 26 Si el
justo se aparta de su justicia y comete la iniquidad, morirá. Por la injusticia
que haya cometido, morirá. 27 Y si el impío se aparta de la impiedad
que había obrado y hace justicia y derecho, él mismo se dará la vida. 28
Si se arrepiente y se aparta de todos los delitos que había cometido,
ciertamente, vivirá, no morirá.
Si el impío debe cargar con las consecuencias de su pecado, ¿hay lugar
para el arrepentimiento? Ezequiel había esbozado poco antes con acento
emocionado una de las fórmulas más bellas de la misericordia divina: «¿Acaso me
agrada la muerte del impío..., y no que se convierta de sus caminos y viva?»
(v. 23; cfr 33,11). Ahora responde: «si el impío se aparta de la impiedad que
había obrado y hace justicia y derecho, él mismo se dará la vida» (v. 27).
Si en la explicación de la justicia divina y el castigo hay un largo
proceso hasta el Nuevo Testamento, la misericordia divina es diáfana desde el
principio de la Revelación
bíblica, puesto que Dios siempre está pronto a perdonar. En la historia de la
espiritualidad cristiana se han escrito páginas bellísimas, salidas de lo más
profundo del corazón, que exhalan confianza en la misericordia de Dios. Sirva
como muestra la siguiente oración de un autor cristiano oriental de la iglesia
armena: «Tú eres el Señor de la misericordia: ten, pues, misericordia también
de mí, pecador, que te ruego y te suplico en muchos suspiros y lágrimas. (...)
¡Oh Dios, benigno y misericordioso! Eres llamado paciente con los pecadores;
incluso Tú mismo has dicho: Si el pecador
se convierte, no pensaré más en su injusticia, en lo que cometió (cfr Ez
18,21-22). Mira que he venido y me postro delante de ti: tu esclavo culpable se
atreve a suplicar tu misericordia. No pienses en tantos pecados míos y no me desdeñes
por mi injusticia. (...) Tú, Señor, estás habituado a usar de misericordia y de
bondad, y a perdonar muchos pecados» (Juan Mandakuni, Oratio 2-3).
Ahora bien, íntimamente unida al perdón de Dios está la conversión del
hombre. Por eso, no es extraño que estos textos de Ezequiel se evocaran a la
hora de afirmar la necesidad del sacramento de la penitencia —«en todo tiempo,
la penitencia para alcanzar la gracia y la justicia fue ciertamente necesaria a
todos los hombres que se hubieran manchado con algún pecado mortal, aun a
aquellos que hubieran pedido ser lavados por el sacramento del bautismo, a fin
de que, rechazada y enmendada la perversidad, detestaran tamaña ofensa de Dios
con odio del pecado y dolor de su alma. De ahí que diga el Profeta: Convertíos y haced penitencia de todas
vuestras iniquidades, y la iniquidad no se convertirá en ruina para vosotros»
(Conc. de Trento, sess. 14,1)— y de
la verdadera contrición: «La contrición, que ocupa el primer lugar entre los
mencionados actos del penitente, es un dolor del alma y detestación del pecado
cometido, con propósito de no pecar en adelante. Ahora bien, este movimiento de
contrición fue en todo tiempo necesario para impetrar el perdón de los pecados,
y en el hombre caído después del bautismo, sólo prepara para la remisión de los
pecados si va junto con la confianza en la divina misericordia y con el deseo
de cumplir todo lo demás que se requiere para recibir debidamente este
sacramento. Declara, pues, el santo Concilio que esta contrición no sólo contiene
en sí el cese del pecado y el propósito e iniciación de una nueva vida, sino
también el aborrecimiento de la vieja, conforme a aquello: Arrojad de vosotros todas vuestras iniquidades, en que habéis
prevaricado y haceos un corazón nuevo y un espíritu nuevo» (Conc. de
Trento, sess. 14,4).
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