23º domingo del Tiempo ordinario - A. 1ª lectura
7 A
ti, hijo de hombre, te he puesto como centinela sobre la casa de
Israel: escucharás la palabra de mi boca y les advertirás de mi parte. 8
Si digo al impío: «Impío, vas a morir», y no hablas para advertir al
impío de su camino, este impío morirá por su culpa, pero reclamaré su
sangre de tu mano. 9 Pero si tú adviertes al impío para que
se aparte de su camino y no se aparta, él morirá por su culpa pero tú
habrás salvado tu vida.
Como
en un nuevo relato de vocación, Ezequiel retoma al comienzo de este
capítulo la imagen del centinela para exponer su condición de profeta.
En el capítulo tercero (Ez 3,16-21) se insistía en la obligación de
avisar a sus oyentes; ahora desarrolla la metáfora del centinela en
tiempo de guerra, haciendo hincapié en que tal misión es exigente y de
gran influencia. En esta nueva etapa, el profeta sólo tendrá que
amonestar al impío. Parece como si el justo, que era amonestado junto
con el impío en el cap. 3 y que aquí no es mencionado, no volverá a
desviarse de su camino.
La
insistencia en que no calle se debe a que realmente es posible la
conversión: los deportados han aprendido que sufren el castigo por sus
propias culpas, pero ¿podrán salir de esa situación de castigo? La
respuesta está condensada poco más adelante en el mismo principio puesto
en labios del Señor: «No quiero la muerte del impío, sino que se
convierta de su camino y viva» (Ez 33,11; cfr 18,23). De aquí se deduce
que sólo los culpables son castigados, pero, sobre todo, que los
culpables pueden convertirse. La conversión es el primero y principal
objetivo del nuevo mensaje del profeta, y lo será también de la Iglesia:
«Hemos sabido que se niega la penitencia a los moribundos y no se
corresponde a los deseos de quienes en la hora de su tránsito, desean
socorrer a su alma con este remedio. Confesamos que nos horroriza se
halle nadie de tanta impiedad que desespere de la piedad de Dios, como
si no pudiera socorrer a quien a Él acude en cualquier tiempo, y librar
al hombre, que peligra bajo el peso de sus pecados, de aquel gravamen
del que desea ser desembarazado. ¿Qué otra cosa es esto, decidme, sino
añadir muerte al que muere y matar su alma con la crueldad de que no
pueda ser absuelta? Cuando Dios, siempre muy dispuesto al socorro,
invitando a penitencia, promete así: Al pecador —dice—, en cualquier día en que se convirtiere, no se le imputarán sus pecados... (cfr
Ez 33,16). Como quiera, pues, que Dios es inspector del corazón, no ha
de negarse la penitencia a quien la pida en el tiempo que fuere» (Papa
S. Celestino I, Cuperemus quidem).
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