25 En aquella ocasión Jesús declaró:
—Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños. 26 Sí, Padre, porque así te ha parecido bien. 27 Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo.
28 Venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. 29 Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas: 30 porque mi yugo es suave y mi carga es ligera.
En contraste con los que no creen en Él, Jesús se llena de gozo por los que le aceptan, la gente sencilla y humilde, que no confía en su propia sabiduría, que no se estiman a sí mismos por prudentes y sabios. El pasaje se ha denominado en alguna ocasión la joya de los evangelios sinópticos, porque recoge la oración de Jesús, que llama Padre a Dios, porque se nos presenta como el que conoce a Dios y que todo lo ha recibido de Él, y porque es quien nos lo revela a los hombres (v. 27; cfr Lc 10,21-24 y nota), si lo recibimos con humildad (v. 25). Estas palabras son una bella oración, y un testimonio de los sentimientos más profundos de Jesús: «Su conmovedor “¡Sí, Padre!” expresa el fondo de su corazón, su adhesión al querer del Padre, que fue un eco del “Fiat” de su Madre en el momento de su concepción y que preludia lo que dirá al Padre en su agonía. Toda la oración de Jesús está en esta adhesión amorosa de su corazón de hombre al “misterio de la voluntad” del Padre (Ef 1,9)» (Catecismo de la Iglesia Católica , n. 2603).
El «yugo» (vv. 29-30) era una palabra que se utilizaba para referirse a la Ley de Moisés (cfr Si 51,33), que con el paso del tiempo se había sobrecargado de minuciosas prácticas insoportables (cfr Hch 15,10) y, a cambio, no daba la paz del corazón. El Señor había anunciado para los tiempos futuros una nueva época de restauración, en la que iba a atraer a sus fieles «con vínculos de afecto..., con lazos de amor» (cfr Os 11,1-11 y nota), y Jesús, con la imagen de su yugo y su carga ligera, se presenta como esa nueva iniciativa de Dios: «Cualquier otra carga te oprime y abruma, mas la carga de Cristo te alivia el peso. Cualquier otra carga tiene peso, pero la de Cristo tiene alas. Si a un pájaro le quitas las alas, parece que le alivias del peso, pero cuanto más le quites este peso, tanto más le atas a la tierra. Ves en el suelo al que quisiste aliviar de un peso; restitúyele el peso de sus alas y verás como vuela» (S. Agustín, Sermones 126,12).
Jesús es también «manso y humilde de corazón» (v. 29). Con esta expresión, que sirve de elogio en las bienaventuranzas (cfr 5,5), se designa en el Antiguo Testamento (cfr Sal 37,11) a la persona paciente, que desiste de la cólera y del enojo, y que pone su confianza en Dios. Al presentarse así, Jesús une sus exigencias a su Persona: «¡Gracias, Jesús mío!, porque has querido hacerte perfecto Hombre, con un Corazón amante y amabilísimo, que ama hasta la muerte y sufre; que se llena de gozo y de dolor; que se entusiasma con los caminos de los hombres, y nos muestra el que lleva al Cielo; que se sujeta heroicamente al deber, y se conduce por la misericordia; que vela por los pobres y por los ricos; que cuida de los pecadores y de los justos... —¡Gracias, Jesús mío, y danos un corazón a la medida del Tuyo!» (S. Josemaría Escrivá, Surco, n. 813).
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