26 Asimismo también el Espíritu acude en ayuda de nuestra flaqueza: porque no sabemos lo que debemos pedir como conviene; pero el mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables. 27 Pero el que sondea los corazones sabe cuál es el deseo del Espíritu, porque intercede según Dios en favor de los santos.
El pueblo de Israel había entendido que era el primogénito de Dios, y sus hijos, hijos de Dios en cuanto miembros del pueblo (cfr Ex 4,22-23; Is 1,2); sin embargo, San Pablo explica ahora que la relación del hombre con Dios ha sido restablecida de modo nuevo e insospechado merced al Espíritu de Jesucristo, el único y verdadero Hijo de Dios. Gracias al Espíritu, el cristiano puede participar en la vida de Cristo, Hijo de Dios por naturaleza. Esta participación viene a ser entonces una «adopción filial» (cfr Rm 8,15) y por eso puede llamar individualmente a Dios: «¡Abbá, Padre!», como lo hacía Jesús. Al ser, por adopción, verdaderamente hijo de Dios, el cristiano tiene —por decirlo así— un derecho a participar también en su herencia: la vida gloriosa en el Cielo (cfr Rm 8,14-18).
Pablo entiende que la liberación del cosmos es consecuencia de la liberación del hombre (cfr Rm 8,19-22). Aunque todavía no vemos sus efectos con claridad, aguardamos a que se cumplan, asistidos por el Espíritu que acude en ayuda de nuestra flaqueza (cfr Rm 8,26-27). Mientras, seguimos en tensión entre lo que ya poseemos y somos, y lo que anhelamos.y
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