7º
domingo del Tiempo ordinario – C. Evangelio
27 Pero a vosotros que me escucháis os
digo: amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odian; 28
bendecid a los que os maldicen y rogad por los que os calumnian. 29
Al que te pegue en una mejilla ofrécele también la otra, y al que te quite el
manto no le niegues tampoco la túnica. 30 Da a todo el que te pida,
y al que tome lo tuyo no se lo reclames. 31 Como queráis que hagan
los hombres con vosotros, hacedlo de igual manera con ellos.
32 Si amáis a los que os aman, ¿qué
mérito tendréis?, pues también los pecadores aman a quienes les aman. 33
Y si hacéis el bien a quienes os hacen el bien, ¿qué mérito tendréis?, pues
también los pecadores hacen lo mismo. 34 Y si prestáis a aquellos de
quienes esperáis recibir, ¿qué mérito tendréis?, pues también los pecadores
prestan a los pecadores para recibir otro tanto. 35 Por el
contrario, amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada
por ello; y será grande vuestra recompensa, y seréis hijos del Altísimo, porque
Él es bueno con los ingratos y con los malos. 36 Sed misericordiosos
como vuestro Padre es misericordioso.
37 No juzguéis y no seréis juzgados; no
condenéis y no seréis condenados. Perdonad y seréis perdonados; 38
dad y se os dará; echarán en vuestro regazo una buena medida, apretada, colmada,
rebosante: porque con la misma medida con que midáis se os medirá.
Estas palabras,
colocadas a continuación de las bienaventuranzas, bien podrían considerarse
como el núcleo de la doctrina de Jesús en lo que se refiere al amor y
misericordia que los cristianos debemos tener con los demás y que se
manifiestan, sobre todo, en el perdón. Jesús a lo largo de su vida terrena, y
de modo especial en la cruz (cfr 23,34), nos ha dado ejemplo: «En el hecho de
amar a nuestros enemigos se ve claramente cierta semejanza con nuestro Padre
Dios, que reconcilió al género humano, que estaba en enemistad con Él y le era
contrario, redimiéndole de la eterna condenación por medio de la muerte de su
Hijo» ( Catechismus Romanus 4,14,19).
En los versículos
iniciales (27-30), el Señor enumera algunas injurias que podemos sufrir y la
manera de responder a ellas. El estilo semita, amigo de contrastes, resalta con
fuerza la enseñanza que queda resumida en el v. 31: «Como queráis que hagan los
hombres con vosotros, hacedlo de igual manera con ellos».
Los vv. 32-34 son
una preparación para la declaración de la verdadera motivación de esa conducta:
ése es el comportamiento propio de un hijo de Dios (v. 35) que quiere imitar a
su padre misericordioso (v. 36). Este versículo — «sed misericordiosos como
vuestro Padre es misericordioso» — es casi paralelo del que recoge San Mateo en
el centro del Discurso de la montaña: «Sed vosotros perfectos como vuestro
Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48). La manera de llegar a la cercanía a Dios
es la misericordia, y por eso Jesús, Hijo de Dios, es la encarnación de la
misericordia divina: «Todos desean alcanzar misericordia, pero son pocos los
que quieren practicarla. (…) Oh hombre, ¿cómo te atreves a pedir, si tú te
resistes a dar? Quien desee alcanzar misericordia en el cielo debe él
practicarla en este mundo. (…) Existe, pues, una misericordia terrena y humana,
y una celestial y divina. ¿Cuál es la misericordia humana? La que consiste en
atender a las miserias de los pobres. ¿Cuál es la misericordia divina? Sin
duda, la que consiste en el perdón de los pecados. Todo lo que da la
misericordia humana en este tiempo de peregrinación se lo devuelve después la
misericordia divina en la patria definitiva. Dios en este mundo, padece frío y
hambre en la persona de todos los pobres, como dijo Él mismo: Cada vez que lo
hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis . El
mismo Dios, que se digna dar en el cielo, quiere recibir en la tierra» (S.
Cesáreo de Arlés, Sermones 25,1).
Finalmente, con la
invitación a la generosidad (vv. 37-38), Jesús completa la idea del premio en
la otra vida que había esbozado antes (v. 35): «El Señor añade una condición
necesaria e ineludible, que es, a la vez, un mandato y una promesa, esto es,
que pidamos el perdón de nuestras ofensas en la medida en que nosotros
perdonamos a los que nos ofenden, para que sepamos que es imposible alcanzar el
perdón que pedimos de nuestros pecados si nosotros no actuamos de modo
semejante con los que nos han hecho alguna ofensa. Por ello, dice también en
otro lugar: La medida que uséis, la usarán con vosotros. Y aquel siervo del
Evangelio, a quien su amo había perdonado toda la deuda y que no quiso luego
perdonarla a su compañero, fue arrojado a la cárcel. Por no haber querido ser
indulgente con su compañero, perdió la indulgencia que había conseguido de su
amo» (S. Cipriano, De Dominica oratione
23).
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