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Aquí estoy. Envíame a mí (Is 6,1-2a.3-8)

5º domingo del Tiempo ordinario – C. 1ª lectura
1 El año de la muerte del rey Uzías vi a mi Señor sentado en un trono excelso y elevado. El vuelo de su manto llenaba el Templo. 2a Unos serafines se mantenían por encima de Él. 3 Clamaban entre sí diciendo:
—¡Santo, Santo, Santo es el Señor de los ejércitos!
¡Llena está toda la tierra de su gloria!
4 Retemblaron los soportes de los dinteles por el estruendo del clamor, mientras el Templo se llenaba de humo.
5 Entonces me dije:
—¡Ay de mí, estoy perdido,
pues soy un hombre de labios impuros,
que habito en medio de un pueblo de labios impuros,
y mis ojos han visto al Rey, al Señor de los ejércitos!
6 Entonces voló hacia mí uno de los serafines portando una brasa que había tomado del altar con unas tenazas, 7 tocó mi boca y dijo:
—Mira: esto ha tocado tus labios,
tu culpa ha sido quitada,
y tu pecado, perdonado.
8 Entonces oí la voz del Señor, que decía:
—¿A quién enviaré? ¿Quién irá de nuestra parte?
Y respondí:
—Aquí estoy. Envíame a mí.
Como introducción del llamado «Libro del Enmanuel» (7,1-12,6) se sitúa este relato sobre la vocación profética de Isaías, que durante la guerra sirio-efraimita fue enviado por el Señor a su pueblo para explicarles el sentido de lo que estaba sucediendo y dar orientaciones sobre cómo actuar en esas circunstancias.
El relato comienza con una teofanía (vv. 1-4), que constituye uno de los puntos clave del mensaje del libro de Isaías. La manifestación de Dios sentado a la manera de los antiguos reyes orientales, en medio de la corte de seres angélicos —los «serafines»— en actitud de sumo respeto y proclamando la santidad del Señor, pone de relieve la grandiosa majestad de Dios. En esta visión del profeta, Dios es presentado como el tres veces santo (v. 3), máximo superlativo que usa la lengua hebrea. Ser santo implica lo que en nuestras lenguas, con mayor desarrollo conceptual, llamamos transcendencia. Dios transciende, está más allá de todos los otros seres, que son criaturas suyas. Santo, en hebreo, incluye también el concepto de sagrado o sacro. Quiere decir que Dios no se contamina de las limitaciones e imperfecciones de las criaturas, tanto en el orden del ser como en el del obrar.
Ante la santidad y majestad del Señor, Isaías responde con estremecimiento al sentir su propia impureza y la del pueblo (v. 5). Esta sensación de temor es habitual en las apariciones de Dios a lo largo de la historia bíblica, incluso en el anuncio del ángel a Santa María (cfr Lc 1,30: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios»). «Ante la presencia atrayente y misteriosa de Dios, el hombre descubre su pequeñez. Ante la zarza ardiente, Moisés se quita las sandalias y se cubre el rostro (cfr Ex 3,5-6) delante de la Santidad Divina. Ante la gloria del Dios tres veces santo, Isaías exclama: “¡Ay de mí, que estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros!” (Is 6,5). Ante los signos divinos que Jesús realiza, Pedro exclama: “Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador” (Lc 5,8). Pero porque Dios es santo, puede perdonar al hombre que se descubre pecador delante de él: “No ejecutaré el ardor de mi cólera... porque soy Dios, no hombre; en medio de ti yo el Santo” (Os 11,9)» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 208).
En el momento en que Isaías reconoce humildemente su indignidad e insignificancia ante Dios es purificado y consolado (vv. 6-7). De ese modo, a pesar de aquel primer momento de temor, viene enseguida la respuesta confiada y generosa del profeta ofreciéndose para llevar a cabo la voluntad de Dios (v. 8). «A solas con Dios, los profetas extraen luz y fuerza para su misión. Su oración no es una huida del mundo infiel, sino una escucha de la palabra de Dios; es, a veces, un debatirse o una queja, y siempre una intercesión que espera y prepara la intervención del Dios salvador, Señor de la historia (cfr Am 7,2.5; Is 6,5.8.11; Jr 1,6; 15,15-18; 20,7-18)» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2584).

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