3º domingo del Tiempo ordinario – A . Evangelio
12 Cuando oyó que Juan había sido encarcelado, [Jesús] se retiró a Galilea. 13 Y dejando Nazaret se fue a vivir a Cafarnaún, ciudad marítima, en los confines de Zabulón y Neftalí, 14 para que se cumpliera lo dicho por medio del profeta Isaías:
15 Tierra de Zabulón y tierra de Neftalí
en el camino del mar,
al otro lado del Jordán,
la Galilea de los gentiles,
16 el pueblo que yacía en tinieblas
ha visto una gran luz;
para los que yacían en región
y sombra de muerte
una luz ha amanecido.
17 Desde entonces comenzó Jesús a predicar y a decir:
—Convertíos, porque está al llegar el Reino de los Cielos.
18 Mientras caminaba junto al mar de Galilea vio a dos hermanos, Simón el llamado Pedro y Andrés su hermano, que echaban la red al mar, pues eran pescadores. 19 Y les dijo:
—Seguidme y os haré pescadores de hombres.
20 Ellos, al momento, dejaron las redes y le siguieron. 21 Pasando adelante, vio a otros dos hermanos, Santiago el de Zebedeo y Juan su hermano, que estaban en la barca con su padre Zebedeo remendando sus redes; y los llamó. 22 Ellos, al momento, dejaron la barca y a su padre, y le siguieron.
23 Recorría Jesús toda la Galilea enseñando en las sinagogas, predicando el Evangelio del Reino y curando toda enfermedad y dolencia del pueblo.
Jesús hace de Cafarnaún el centro de su actividad (Mt 4,13). Esta ciudad costera del mar de Galilea puede ser casi el prototipo de la región: rica en recursos naturales, en el centro de rutas comerciales, constaba de una población mixta, en la que tal vez sólo la tercera parte era judía. El episodio del centurión (Mt 8,5-13; cfr Lc 7,1-10; Jn 4,46-53) nos invita a pensar en una convivencia pacífica entre las diversas razas y culturas. La región, mencionada con diversas referencias (v. 15), fue invadida por los asirios en tiempos de Isaías, hacia los años 734-721 a.C., y quedó devastada y maltratada. Parte de su población hebrea fue deportada, mientras que otros grupos fueron traídos del extranjero para colonizarla. Por eso, en la Biblia se le suele llamar «Galilea de los gentiles». Esa tierra —subraya el evangelista— ha sido la primera en recibir la luz de la salvación y la predicación del Mesías. Así se cumplen las profecías (cfr Is 8,23-9,1).
Ante la cercanía del Reino de los Cielos, la predicación de Jesús es una llamada urgente a la «conversión» (Mt 4,17). Muchas versiones traducen «convertíos» por «haced penitencia», porque ahí se encuentra el sentido más hondo de la conversión: «Penitencia significa el cambio profundo de corazón bajo el influjo de la Palabra de Dios y en la perspectiva del Reino. Pero penitencia quiere también decir cambiar la vida en coherencia con el cambio de corazón, y en este sentido hacer penitencia se completa con dar frutos dignos de penitencia; toda la existencia se hace penitencia orientándose a un continuo caminar hacia lo mejor. Sin embargo, hacer penitencia es algo auténtico y eficaz sólo si se traduce en actos y gestos de penitencia. En este sentido, penitencia significa (...) el esfuerzo concreto y cotidiano del hombre, sostenido por la gracia de Dios, para perder la propia vida por Cristo como único modo de ganarla; para despojarse del hombre viejo y revestirse del nuevo; para superar en sí mismo lo que es carnal, a fin de que prevalezca lo que es espiritual; para elevarse continuamente de las cosas de abajo a las de arriba donde está Cristo» (Juan Pablo II, Reconciliatio et paenitentia, n. 4).
Aunque la predicación de Jesús (Mt 4,17) es idéntica a la de Juan (Mt 3,2), a diferencia del Bautista, que sólo anuncia la inminencia del Reino, nuestro Señor comienza a instaurar ese Reino en la historia humana con sus obras y palabras. Así, llama a seguirle, dejándolo todo, a los primeros discípulos: con ellos formará más tarde el grupo de los Doce, sobre el cual fundará su Iglesia. Paradójicamente, Jesús elige a unos pescadores, hombres rudos (cfr Hch 4,13), para que «no se pensara que la fe de los creyentes era debida no a la acción de Dios, sino a la elocuencia y a la ciencia» (S. Jerónimo, Commentarii in Matthaeum 5,19). No obstante, los instituyó como «guías y maestros de todo el mundo y administradores de los divinos misterios y les mandó que fueran como astros que iluminaran con su luz no sólo el país de los judíos, sino también todos los países que hay bajo el sol, a todos los hombres que habitan la tierra entera» (S. Cirilo de Alejandría, Commentarium in Ioannem 12,1).
Los evangelistas anotan la respuesta inmediata y efectiva de los Apóstoles a la llamada del Señor. San Mateo, desde el inicio, singulariza a Pedro (v. 18): «Pedro, por lo que se refiere a sus propiedades personales, era un hombre por naturaleza; por la gracia, un cristiano; un apóstol, y el primero de ellos, por una gracia mayor» (S. Agustín, In Ioannis Evangelium 124,5).
Tras la llamada, el evangelista recuerda en un breve resumen la primera actividad de Jesús (Mt 4,23) e inmediatamente me mencionará el eco que tuvo en Galilea y en las regiones circundantes (Mt 4,24-25). Tanto las palabras como los milagros son signos de que Jesús instaura el Reino de Dios, signos de la misericordia y la gracia divinas que, por medio de Cristo, se ofrecen a todos los hombres, representados en la muchedumbre que acude a Él. «El Señor Jesús comenzó su Iglesia con el anuncio de la Buena Noticia, es decir, de la llegada del Reino de Dios prometido desde hacía siglos en las Escrituras (...). Este Reino se manifiesta a los hombres en las palabras, en las obras y en la presencia de Cristo» (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, n. 5).
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