1 Al ver Jesús a las multitudes, subió al monte; se sentó y se le acercaron sus discípulos; 2 y abriendo su boca les enseñaba diciendo:
3 Bienaventurados los pobres de espíritu, porque suyo es el Reino de los Cielos.
4 Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados.
5 Bienaventurados los mansos, porque heredarán la tierra.
6 Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque quedarán saciados.
7 Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia.
8 Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios.
9 Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios.
10 Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque suyo es el Reino de los Cielos.
11 »Bienaventurados cuando os injurien, os persigan y, mintiendo, digan contra vosotros todo tipo de maldad por mi causa. 12 Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo.
Las bienaventuranzas son el pórtico del Discurso de la Montaña. En ellas Jesús recoge las promesas hechas al pueblo elegido desde Abrahán, pero les da una orientación nueva ordenándolas no sólo a la posesión de una tierra, sino al Reino de los Cielos: «Las bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad; expresan la vocación de los fieles asociados a la gloria de su Pasión y de su Resurrección; iluminan las acciones y las actitudes características de la vida cristiana; son promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las tribulaciones; anuncian a los discípulos las bendiciones y las recompensas ya incoadas; quedan inauguradas en la vida de la Virgen María y de todos los santos» (Catecismo de la Iglesia Católica , n. 1717).
Como fórmula de bendición, las bienaventuranzas forman parte del lenguaje bíblico tradicional; el libro de los salmos comenzaba ya así: «Dichoso...» (Sal 1,1). Con las Bienaventuranzas se proclama dichoso, feliz, a alguien. En ese sentido, están situadas en el centro de los anhelos humanos, porque «todos nosotros queremos vivir felices, y en el género humano no hay nadie que no dé su asentimiento a esta proposición incluso antes de que sea plenamente enunciada» (S. Agustín, De moribus ecclesiae 1,3,4). Pero, además, Cristo les añade un horizonte escatológico, es decir, de salvación eterna: quien vive así, según el espíritu que Él enseña, tiene abierta la puerta del cielo. Dios no es alguien indiferente, es Alguien que ha tomado partido: consolará a los suyos, les saciará, les llamará sus hijos, etc. Las bienaventuranzas son camino para la felicidad humana pues expresan el doble deseo que Dios ha inscrito en el corazón: buscar la verdadera felicidad en la tierra y conseguir la bienaventuranza eterna.
San Mateo recoge nueve bienaventuranzas: las ocho primeras hablan de las actitudes del cristiano ante el mundo (vv. 3-10), la novena, en cambio, cambia de destinatario —pasa a ser «vosotros» (cfr v. 11)— y se refiere a los que sufren por causa de Cristo. Esta bienaventuranza se sigue con una exhortación a la alegría: sufrir por Cristo es señal de que se ha elegido el camino correcto. En el texto de San Lucas (cfr Lc 6,20-26, y nota), este aspecto es el más relevante.
Las Bienaventuranzas han sido comentadas y desarrolladas con profusión en la catequesis de la Iglesia. La primera (v. 3) y la octava (v. 10) aluden al Reino de los Cielos como premio. En la primera, se proclama dichosos a los «pobres de espíritu». En el Antiguo Testamento, la pobreza está ya perfilada no sólo como situación económico-social, sino desde su valor religioso (cfr So 2,3ss.): es pobre quien se presenta ante Dios con actitud humilde, sin méritos personales, considerando su realidad de pecador, necesitado de Él. De ahí que, además de vivir con sobriedad y austeridad de vida reales, efectivas, acepte y quiera tales condiciones no como algo impuesto por necesidad, sino voluntariamente, con afecto. Tal pobreza voluntaria está expresada en el texto de Mateo por la pobreza en el espíritu. Es evidente, por tanto, que esta bienaventuranza exige la austeridad y el desprendimiento de los bienes materiales y de los diversos dones recibidos de Dios. En la octava, se dice que son bienaventurados «los que padecen persecución por causa de la justicia». La justicia en la Biblia adquiere un valor más religioso y amplio que su empleo predominante jurídico-moral. «En el lenguaje hebreo, justo quiere decir piadoso, servidor irreprochable de Dios, cumplidor de la voluntad divina (cfr Gn 7,1; 18,23-32; Ez 18,5ss.; Pr 12,10; Mt 1,19); otras veces significa bueno y caritativo con el prójimo (Tb 7,6; 9,6). En una palabra, el justo es el que ama a Dios y demuestra ese amor, cumpliendo sus mandamientos y orientando toda su vida en servicio de sus hermanos, los demás hombres» (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 40). La unión de la búsqueda de la justicia con las persecuciones hace que se pueda concluir que esta bienaventuranza «designa la perfección de todas las demás, pues el hombre es perfecto en ellas cuando no las abandona en las tribulaciones» (Sto. Tomás de Aquino, Super Evangelium Matthaei, ad loc.).
Dos bienaventuranzas, la segunda y la cuarta (vv. 4.6), tienen en común la forma pasiva del premio: es una manera de decir que será Dios quien les consuele y quien les sacie. Los que lloran son los afligidos por alguna causa, y, de modo particular, los que se apenan por las ofensas a Dios, sean propias o ajenas. Los que tienen hambre y sed de justicia son los que se esfuerzan sinceramente en cumplir la voluntad de Dios, que se manifiesta en los mandamientos, en los deberes de estado y en la unión del alma con Dios; en definitiva, los que quieren ser santos. Significativamente el premio viene de Dios porque sólo el Señor puede consolar verdaderamente y sólo Él puede hacernos santos.
Los «mansos» (v. 5) son aquellos que, a imitación de Cristo (cfr 11,25-30, y nota; 12,15-21), mantienen el ánimo sereno, humilde y firme en las adversidades, sin dejarse llevar por la ira o el abatimiento: «Adoptados como verdaderos hijos de Dios, llevemos íntegra y con plena semejanza la imagen de nuestro Creador: no imitándolo en su soberanía, que sólo a Él corresponde, sino siendo su imagen por nuestra inocencia, simplicidad, mansedumbre, paciencia, humildad, misericordia y concordia, virtudes todas por las que el Señor se ha dignado hacerse uno de nosotros y ser semejante a nosotros» (S. Pedro Crisólogo, Sermones 117).
«Misericordiosos» (v. 7) son los que comprenden los defectos que pueden tener los demás, los que perdonan, disculpan y ayudan. La parábola del siervo despiadado (18,21-35) y en especial las palabras del amo (18,32-33) son el mejor comentario a esta bienaventuranza.
«Ver a Dios» (v. 8) no se refiere únicamente a la bienaventuranza final. En el lenguaje de Antiguo Testamento significa más bien tener relación estrecha con Él, participar de sus decisiones, como los consejeros de un rey participan de las disposiciones de su soberano. De ahí la capacidad que nos otorgan la virtud de la pureza y limpieza de corazón: «La pureza de corazón es el preámbulo de la visión. Ya desde ahora esta pureza nos concede ver según Dios, recibir a otro como un “prójimo”; nos permite considerar el cuerpo humano, el nuestro y el del prójimo, como un templo del Espíritu Santo, una manifestación de la belleza divina» (Catecismo de la Iglesia Católica , n. 2519).
Los pacíficos (v. 9) son más bien «los que promueven la paz», en sí mismos y en los demás, y sobre todo, como fundamento de lo anterior, procuran reconciliarse y reconciliar a los demás con Dios: «La paz jamás es una cosa del todo hecha, sino un perpetuo quehacer. Dada la fragilidad de la voluntad humana, herida por el pecado, el cuidado por la paz reclama de cada uno constante dominio de sí mismo y vigilancia por parte de la autoridad legítima. Esto, sin embargo, no basta. (...) La paz es también fruto del amor, el cual sobrepasa todo lo que la justicia puede realizar» (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, n. 78).
Comentarios
Una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. La bienaventuranza es entonces, adhesión en amor y obediencia a Cristo. El que así actúa es bienaventurado.