26 Considerad, si no, hermanos, vuestra vocación; porque no hay entre vosotros muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles; 27 sino que Dios escogió la necedad del mundo para confundir a los sabios, y Dios eligió la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes; 28 escogió Dios a lo vil, a lo despreciable del mundo, a lo que no es nada, para destruir lo que es, 29 de manera que ningún mortal pueda gloriarse ante Dios. 30 De Él os viene que estéis en Cristo Jesús, a quien Dios hizo para nosotros sabiduría, justicia, santificación y redención, 31 para que, como está escrito: El que se gloría, que se gloríe en el Señor.
Como en el caso de los Apóstoles —«No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros» (Jn 15,16)— también es el Señor quien elige, quien da la vocación a cada cristiano (vv. 26-29). Dios es quien ha escogido a esos fieles de Corinto sin fijarse en criterios de sabiduría humana, de poder, o de nobleza: «Dios no hace acepción de personas, como nos repite insistentemente la Escritura. No se fija, para invitar a un alma a una vida de plena coherencia con la fe, en méritos de fortuna, en nobleza de familia, en altos grados de ciencia. La vocación precede a todos los méritos (...). La vocación es lo primero, Dios nos ama antes de que sepamos dirigirnos a Él, y pone en nosotros el amor con el que podemos corresponderle» (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 33).
De los vv. 27-28 no hay que suponer, sin embargo, que no había entre los primeros cristianos personas cultas, sabias, poderosas, importantes humanamente hablando. Los Hechos de los Apóstoles nos hablan, por ejemplo, de un ministro etíope, del centurión Cornelio, de Apolo, de Dionisio Areopagita, etc. «Parecería que no es de Dios la excelencia mundana —comenta Santo Tomas—, si Dios no la utilizara para su honor. Y por eso, aunque al principio fuesen ciertamente pocos, después Dios escogió a muchos humanamente destacados para el ministerio de la predicación. De ahí que en la Glosa se diga “si no hubiera precedido fielmente el pescador, no hubiera seguido humildemente el orador”. También pertenece a la gloria de Dios el que por medio de gente despreciable haya atraído a Sí a los sublimes del mundo» (Super 1 Corinthios, ad loc.).
Cristo es la «sabiduría» de Dios (v. 30) y su conocimiento es la verdadera y más importante ciencia. Es para nosotros «justicia», porque con los méritos obtenidos por su encarnación, muerte y resurrección, nos ha hecho verdaderamente justos a los ojos de Dios. Es también «santificación», la fuente de toda santidad, que consiste precisamente en la identificación con Él. Por Cristo, hecho para nosotros «redención», hemos sido redimidos de la esclavitud del pecado. «¡Qué bonito es el orden que el Apóstol pone en su lenguaje! Dios nos ha hecho sabios sacándonos del error; después, justos y santos comunicándonos su espíritu» (S. Juan Crisóstomo, In 1 Corinthios, 5, ad loc.).
Cada cristiano, por su parte, debe intentar que quienes le rodean «deseen de verdad conocer a Jesucristo, y éste crucificado (cfr 1 Co 2,2); y que se persuadan ciertamente, y crean con afecto íntimo de corazón y piadosamente, que no se ha dado a los hombres otro nombre debajo del Cielo por el cual debamos salvarnos (cfr Hch 4,12), puesto que Él mismo es la víctima de propiciación por nuestros pecados (cfr 1 Jn 2,2)» (Catechismus Romanus, Intr. 10).
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